Ajedrez histórico

En la primera partida creo que aún tuve alguna opción. Recuerdo que fui enviado por Hernán Cortés y me pareció que tenía éxito en aquella campaña en que me comí su alfil, con la diagonal en fianchetto como me enseñaron en la academia de Toledo. Pero en los ojos del coleto había una seguridad que suele reconocerse: la mirada del ganador. Acaso no sufrió más que tres segundos, los que le tomaron a Juan Enrique de Guzmán para enjuiciar a Mazariegos por sus abusos en la Villa Viciosa, la que nombró así para su deshonra. Pero yo mantenía mis esperanzas, al fin y al cabo instauramos un virreinato sólido, con ese enroque a lo franciscano que me mantuvo vivo, aunque solo fuera por unos minutos. Pero la sangre y la rabia lacandona empezaron a marcar territorio con un gambito de caballo que me dejó al descubierto. Había perdido la posición como Don Juan D'Onojú, la última de nuestras cabezas expulsadas, el que tuvo la deshonra de ser el último deportado. Lo que vino después fue cruel y sangriento, no voy a relatar cuánto tardé en abandonar. Finalmente reconocí afligido, tumbé mi rey, nos dimos las manos, gracias por la partida, ¿dónde fue que me tomó esa ventaja?, quiere jugar otra, adelante.

En el segundo asalto quise mantener mis privilegios, exprimir el rédito de la buena fama de algunos conquistadores. Salí con blancas: peón cuatro dama, una apertura conservadora debido al vapuleo anterior, todavía en mente. Pensé que la presencia de un clero bien organizado, defensor de los indígenas, me proporcionaría aliados. Pero qué osadía: las traiciones a los mayas hacía tiempo que expiraron y el pueblo mexicano ya formaba una única voz. Fui tan estúpido como para iniciar yo mismo el canje de peones, hecho que forzó a Don Miguel Hidalgo y Costilla a personarse en la batalla. El desarrollo de sus piezas en el tablero fue impecable, tan activas, tan amenazantes. Me alcanzó el miedo y más bien improvisaba, mantenía la pose, movía con fingida seguridad. Pero las cosas caen por su propio peso, la independencia de México era un hecho, y solo durante el final del juego, en una desesperada lucha por no perder indignamente, le puse en duda cuánto territorio se llevarían Guatemala, o los Estados Unidos. Una cobardía que tampoco venía a cuento. Volví a abandonar y esta vez rogué una tercera partida, con un dos a cero sobre un moral que ya era toda pusilanimidad.

Pues qué ridículo le espera a uno si se presenta a una guerra sin convicción de que ha de vencerla. En la última y más dolorosa de las tres palizas solo me quedó el papel de observador ante un huracán de disputas universales a las que yo asistía como un ignorante que baja la cabeza ante el yugo de sus opresores. Creo que me enroqué largo, horrible opción pues un brutal ataque a base de peones me hizo mover el rey a las primeras de cambio. Quise desviar la atención, sabedor de que aquel flanco era una auténtica debilidad. Ya no quedaba rastro de los españoles, pero sí de sus herederos: criollos, religiosos, latifundistas, comerciantes ricos, caudillos insurgentes. Pero ya estaba escrita mi derrota, tal vez antes de que me sentara a jugar. Don Benito Juárez, la torre blanca que había agazapado detrás de su alfil, la que redactó las leyes que devolvían las tierras a quienes las trabajan, marcó una columna de muerte hasta la eternidad. Todo el pueblo mexicano contra los brazos bajados de una corona decadente que empezaría, como yo, a perder y a perder y a perder. Era cuestión de tiempo. Recuerdo que traté de evocar a Porfirio Díaz, con sus engaños creíbles, su despotismo elegante. Llegué a creérmelo por un par de turnos, agarrado a la última fe que se me pudo ocurrir. Como sus treinta años explotando el país, aferrado al poder y a mi defensa, resistí varios ataques más. Pero solo jugueteaba con mi deshonor. Todo fue una burla contra sus planes definitivos, pues ya andaba gestando su primera revolución. Villa al caballo y Zapata en la dama, los dos me aplastaron en un espléndido mate final. Su carabina 30-30, sus cañones apuntando a mis ojos, y un solo disparo, un último destierro definitivo y atronador.

Y así fue cómo salí destrozado de la Plaza del Ajedrez. Tres a cero y españolito, vuélvase a su pinche morada, que acá somos un Club. Por un momento creí desear una venganza europea, una traición a lo Jesús Guajardo. Pero no andaba yo para conspiraciones, fusilamientos falsos, trampas al comandante. Al fin y al cabo mataron a Zapata, pero no les serviría de nada. La lucha de los pueblos por sus derechos es una partida injusta en la que hay muchos intereses por que el pueblo pierda, pero eso no significa que en el fondo de las almas de quiénes aún nos explotan, no se perciba que ya están en jaque. Mas la partida aún está abierta.