Alucinaciones

Hay reencarnaciones que se hacen evidentes en los ojos de los demás, como distintas representaciones de un sentimiento que las trasciende. O tal vez seamos nosotros, los espectadores, que conectamos experiencias intencionadamente, en una especie de juego que las relaciona. Lo de Gerardo fue también un deseo, creo que más que una sospecha fue eso: las ganas de que fuera él. Porque ojos verdes los tiene mucha gente, y más en las zonas rupestres de las afueras de San Cristóbal, supongo, por el clima. Gerardo me contaba anoche que él y su mujer habían venido desde Querétaro para abrir un restaurante. Invirtieron todos sus ahorros en él y les duró solo tres meses. Después él tuvo la idea de vender en la calle: cocina de experimentación, decía, quesadillas con mezclas insólitas de sabores que enseguida tuvieron éxito. Al poco se les llenó el pequeño espacio que ocupaban frente a la estación de autobuses y después tuvieron la suerte de caerle en gracia a un italiano apoderado, que debía de traer a la gente de su hostal o, ¿qué sabría él?, desde alguna comunidad de italianos en Chiapas. Fue en aquella época cuando apareció el candidato, o tal vez habría que llamarle el sospechoso: el sujeto de los ojos verdes. ¿Sería el subcomandante Marcos? Parece ser que se quedaba ahí en silencio mirándoles servir posh y mezcal y quesadillas y atole y tacos y tortillas y que solo cuando todo el mundo se iba entonces platicaba con él. A Gerardo le sorprendió verle calzado, a pesar del frío, con sandalias; una barba prominente, el talante tranquilo. Después de tres semanas les ofreció irse con “ellos” a una comunidad que estaban fundando, más allá de Oventic: El Bosque. ¿Todavía no me has entendido?, le dijo. Y le enseñó una foto en que iba a caballo y llevaba el pasamontañas de los zapatistas. Gerardo rechazó la oferta porque el tipo le dijo que allá arriba no se podía tomar, una renuncia inaceptable. Y ahí quedó la cosa: ojos verdes, comunidad zapatista, la historia de Gerardo.

Pero cuando llegué a Oventic esta mañana, con Bartolomé, mi compañero de investigaciones polaco, el primer pasamontañas que nos recibió tenía los mismos ojos verdes que Gerardo me describió. Ojos verdes los tiene mucha gente, volví a pensar, pero entonces la lentitud, el respetuoso celo ante las visitas, pero sobretodo, esa sensación. ¿Porqué estaba tan seguro que aquellos eran los mismos ojos, si yo ni siquiera había visto los que vio Gerardo? Eran los ojos que me miraban constantemente cuando les preguntábamos a los de la junta del buen gobierno el funcionamiento de su sociedad, después de que yo me inventara, para que nos dejaran pasar, que allá en España, con adolescentes, trabajábamos en un proyecto de escuelas libres y queríamos conocer su funcionamiento para, tal vez, aplicarlo. Eran los mismos ojos, debo afirmarlo, no hacerlo sería traicionar mi propia percepción. Tal vez Gerardo confesaría lo mismo. ¿Simple conexión, asociación de impresiones, deseo de encontrar casualidades dónde no las hay? Justificaciones habituales de la lógica, de la racionalidad. Era imposible que aquellos cuatro ojos verdes fueran los mismos y al mismo tiempo fueran los del subcomandante. Al fin y al cabo, ¿como es que el desaparecido don Marcos estaba en la junta de Obentic precisamente aquél día, con nosotros allí? ¿Además la historia de Gerardo tan cercana? Exceso de imaginación, todo tenía que ser eso: una simple y ociosa alucinación, material desechable.

Pero las corazonadas, las intuiciones (¿con qué palabra llamar a las certezas que aún insostenibles mediante el lenguaje, de alguna manera no nos permiten que dudemos de ellas?), parece que se llaman unas a otras cuando estamos receptivos. Porque cuando el tema de discusión del gobierno cambió hacia qué hacer con el asunto de los tres violadores de Chamula, volví a relacionar. Algunos habitantes de la comunidad habían participado en la quema de los tres violadores y aquello infringía las leyes de la comunidad, pues los asuntos de otras comunidades no son asuntos de nuestra comunidad. Tres violadores, hombres que toman la ley por su mano, una joven víctima. Debí hacer algún gesto inusual o tener una expresión extraña en mi cara porque Bartolomé me preguntó si me encontraba bien. Y la verdad es que no. Vi cómo el subcomandante empujaba a niños, mujeres y viejos desde lo alto del cañón, vestido de chiapa, con el pretexto de que no quería verles como esclavos, la invasión de Mazariegos tan inminente. Y los ojos verdes otra vez en escena. Cayeron más de cien por los mil metros de la pared más alta del sumidero, pequeños gritos desapareciendo por el vacío hacia la piedra, hacia el río, hacia los carroñeros. El subcomandante Marcos, los tres chicos, los hombres que toman la ley por su mano, las víctimas, Diego de Mazariegos. La verdad es que ahora que lo relato me asusto un poco con esta obsesión mía por conectar vidas, por relacionar hechos. Pero en algún lugar de mis sospechas hay una especie de seguridad. Una inevitable certeza de que fue así. De que sí fueron los mismos ojos, de que sí son el mismo hecho. Todos los que matan fueron matados alguna vez, hay líneas trazadas entre reencarnaciones y uno solo tiene que estar atento para sentirlas, porque somos una todas las vidas, todas las muertes, la eternidad.