Hay veces que la
Estadística es un auténtico despropósito. Me refiero a que, a no
ser que escojamos las variables de manera deliberadamente estúpida
(como en “número de veces que alguien pisa dos franjas
horizontales consecutivas de un paso de cebra con el mismo pie”),
lo más normal es que los datos de la muestra nos ayuden a tomar
decisiones futuras, que nos sirvan de algo. Por eso se le llama a
veces Estadística Inferencial: porque se derivan inferencias.
Pero, como digo, hay
veces en que todo se va al carajo, y se producen casuísticas que
demuestran con la mejor de las precisiones científicas, la más
absurda de las catástrofes. Esto, siempre que se considere la muerte
de una persona como una catástrofe, y siempre que la estadística
que estoy a punto de explicar nos resulte lo suficientemente precisa.
Pongámonos en escena. Un
profesor de Matemáticas de un instituto público de secundaria
conoce allí a una profesora de Literatura a quién, un terrorífico
día de febrero, a la hora del café y en medio de una conversación
banal sobre el tipo de alumnado y otros cambios que se han producido
a lo largo de los años, le pregunta lo siguiente:
-¿Y usted, señora,
cuántos años lleva trabajando en este instituto?
A lo cual la señora le
responde:
-Treinta y séis.
Nada especial ni
remarcable (a excepción de lo imponente del dato) si el profesor de
Matemáticas, aficionado a las estadísticas curiosas y con una
secreta tendencia a la imaginación excesiva (una explosiva
combinación, como se comprobará muy en breve) no ha nacido,
curiosamente también, hace treinta y séis años.
En un primer lugar, como
cada vez que los datos que se salen de lo corriente caen sobre el
rango de obsesiones de este profesor de Matemáticas, la información
se presenta desnuda, sin segundas significaciones. La profesora de
Literatura entró en el instituto el mismo año que el profesor de
Matemáticas nació. Sencillo, e inofensivo. Tierno. Casi poético.
Pero el profesor de Matemáticas tarda poco en darle a la
coincidencia un tono un poco más elevado.
-Entonces usted lleva
tanto tiempo en este instituto como yo en este mundo. -Le insinúa
primero, en esa misma conversación, sin que ella lo tome demasiado
en serio.
Después los días pasan,
las semanas vuelan, y la profesora de Literatura (y los demás
profesores) se pierden entre exámenes, reuniones y más
conversaciones entre cafés. Pero el profesor de Matemáticas decide
entonces poner atención en una inferencia concreta, ayudado por el
fundamento teórico que le proporciona su respetadísima Estadística.
Su razonamiento (hay que reconocer, no del todo absurdo), es el
siguiente:
-Si llevo tanto tiempo en
este mundo como la profesora de Literatura en este instituto, el día
que la profesora de Literatura deje el instituto, yo dejaré este
mundo. Es decir, me moriré.
Cuando la profesora de
Literatura le oye decir eso por primera vez se escandaliza, e
inmediatamente empieza a considerar poner en duda la cordura del
profesor de Matemáticas, a pesar de que su tesis constituye el
dibujo de un simple perímetro de circumferencia (un fin de ciclo
circular que une principio con fin, a la manera clásica), y al cuál
es difícil encontrarle ninguna objección.
A partir de ese momento
el profesor de Matemáticas decide colocar la totalidad de su fe en
que la profecía va a cumplirse, hecho que acelera la ansiedad de los
acontecimientos en el momento en que descubre que la profesora de
Literatura está a punto de jubilarse. Es decir, que está a punto de
dejar el instituto, y, por lo tanto, el profesor de Matemáticas (si
su conjetura es cierta) está a punto de morir.
Lo que sigue después no
es más que el desarrollo de un despropósito final que los
conocedores de las tragedias griegas (y aficionados al humor) sabrán
predecir. En efecto, nuestro profesor de Matemáticas, en el momento
en que se entera de que la jubilación de la profesora de Literatura
es inminente, lícito defensor de su existencia, decide tratar de
cambiar de instituto para evitar que se cumpla el terrible
pronóstico.
Para hacerlo, diseña un
plan que, de ser ejecutado con exactitud, le funcionará a la
perfección. La maniobra consiste en lo siguiente: el profesor de
Matemáticas se amputará una de las dos piernas, y aducirá en el
departamento de Educación una discapacidad que, mediante la
aplicación de las leyes en vigor, le permitirá un cambio inmediato
de instituto, a uno que sí esté capacitado para adecuarse a sus
necesidades (y a las cuales el instituto dónde trabaja la profesora
de Literatura no se puede adaptar).
Un plan perfecto, si no
fuera porque el método de amputación escogido no resulta ser el
idóneo. Ni tampoco la administración de los sedantes que deberán
paliar el dolor, ni tampoco, sobretodo esto último, las medidas de
seguridad para que la amputación no termine en suicidio
involuntario.
Pues como bien debe de
adivinarse, algo no sale bien (mejor obviar los detalles técnicos) y
lo que trata de ser el método para evitar una profecía, termina
constituyendo el propio acto de cumplirla. Porque la biopsia
posterior demuestra que la defunción del profesor de Matemáticas
(por una amputación mal calculada que termina llevándosele la vida)
se produce en el momento exacto en que la profesora de Literatura
firma los papeles de la jubilación, hecho que confirma (no por
primera, ni tampoco por última vez), dos verdades.
Primero, que por mucho
que tratemos de enfrentarnos al destino, a menudo será este el que
nos atrape a nosotros, sin que podamos hacer nada al respecto. Y,
segundo, que más nos vale a todos perderle un poco el respeto a las
Matemáticas (que en su rigor y exactitud permiten delirios
insostenibles) y empezar a fijarnos más en las letras, porque sus
aprendizajes nos pueden ser mucho más útiles en esta aventura
humana (y no tan matemática) del vivir.