Simon

-Sí, los cenotes: esos estanques que se forman dentro de cuevas subterráneas -decía Simon-. Son espectaculares, pero a mí la experiencia no me gustó. Te cobran entrada, te alquilan gafas de snorkel, está lleno de turistas: me sentí como un producto.

Simon hablaba con un acento español impecable. Nació en Sherington, un pueblo del norte de Londres, pero había vivido treinta años en España, entre Asturias y Mallorca. Sentirse un producto, decía, parte de un circuito artificial. Deberían llamarlo síndrome del turista, pensé. Porque hay mucho de cierto. Viajamos con la intención de salir de la rueda de nuestras rutinas pero sucede que, si no estamos atentos, enseguida pasamos a pertenecer a otro tipo de rueda -menos gris, porque no nos oprime el yugo laboral- pero igual de vacía e impersonal que aquella que dejamos atrás.

Simon fue, sin duda, lo más interesante de Tulum. Y no es por menospreciar sus ruinas: el amanecer solapado sobre el ciclo de Venus, el descenso de los dioses por aquella escalinata con el Caribe de fondo, o las tres cruces en homenaje a aquella guerra de castas de hace un siglo. Pero quizás estaban demasiado cerca Playa del Carmen, Cancún y todo el cartel de paquetes para gringos, sudacas fresitas y europeos pudientes.

-¿Qué estábamos diciendo? - le pregunté una vez, después que alguien nos interrumpiera.
-Yo creo que nada. Habíamos llegado a un silencio.

Porque Simon tenía una manera de firmar los puntos y aparte muy gráfica. Cuando terminaba un párrafo se quedaba inmóvil -el labio inferior rodeado con el dedo índice y el dedo pulgar sosteniendo la barbilla- y enfocaba la mirada en un punto lejano y frontal. Aunque a veces soprendía y sus puntos y aparte eran puntos y seguido y, después de un silencio, tenso y sereno al mismo tiempo, continuaba hablando.

-No me gusta la gente que se cree mejor porque ha viajado más -dijo en una ocasión.
Otra perla, pensé. Y no pude evitar mirarme el ombligo. Ahí estaba yo, en ese largo viaje que había planeado tanto tiempo, preguntándome si es que acaso yo quería sentirme mejor. O creerme mejor.  Y recordé las incontables conversaciones con otros mochileros, vertebradas siempre a base de Has visto esto, Has hecho lo otro, Tienes que ir a tal sitio, Tienes que hacer tal cosa.
-Been there, done that: fíjate en el verbo – me decía.
Y no le faltaba razón.

Por las mañanas, cuando el hostal quedaba vacío, nos sentábamos con nuestros ordenadores portátiles a escribir, cada uno sobre lo suyo. Su trabajo le ocupaba tres o cuatro horas diarias. Como aquel personaje de Vila-matas, Simon escribía textos para revistas y panfletos turísticos sobre lugares en los que no había estado nunca. Literatura de viajes desde el sofá. Con un poco de google, wikipedia y en un estilo entre periodístico y publicitario, la tarea de Simon consistía en acentuar el interés de atracciones turísticas. O en algún caso, crearlo de la nada: "El estadio de Mestalla, ubicado en la capital de la comunidad valenciana, cuna de uno de los grandes de la liga de fútbol más competitiva del mundo, funcionó como campo de concentración para republicanos durante la dictadura franquista".

Y en fin. Viajar sin moverse de casa, sentirse en casa viajando; el síndrome del turista, salirse de la rueda. Simon me hacía pensar en todo aquello. En la dificultad de encontrar el equilibrio entre sumar etapas de viaje y abandonarse a la paz de cada una de ellas. O entre la poca diferencia que a veces hay entre viajar y no viajar. Reflexiones que, por algún motivo, terminaban resultándome demasiado complejas, o profundas. Y, también a veces, demasiado sencillas. Contradicciones, solía concluir. Simples y omnipresentes contradicciones.