Eva, sus perros

Dicen que, mucho después del enamoramiento, pasados los años de relación con una persona, aquellas cosas que al principio nos parecían divertidas de ella terminan siendo, precisamente, las que más nos molestan.

La pasión de Eva por los perros nunca fue ni ningún secreto, ni ninguna filia reprimida, ni nada por el estilo. Cuando nos conocimos, ella tenía (y todavía tiene) a Nanuk, un perro blanco y pequeño que alternaba el gruñido agresivo con el lametón cariñoso con un frecuencia verdaderamente bipolar. Era un perro (y lo sigue siendo) absolutamente dependiente de ella, y ella, a pesar de dedicarle insultos muy curiosos (anormal, enfermo mental o perro tonto, entre otros) lo quería (y lo sigue queriendo) con el amor de una madre que adora a su hijo, por mucho que a veces no se comporte como uno desee.

Eva, además, solía ir a casas de acogida de perros abandonados para pasearlos periódicamente. Una acción que, en mi opinión, otorga automáticamente el título superior de amante de los perros, puesto que es muy fácil amar a los perros propios, pero no lo es tanto cuando se trata de perros que no viven con nosotros y a los que, encerrados en hangares enormes, hay que ir a sacar a pasear solo a determinadas horas, después de terminar con todas las obligaciones, que no suelen ser pocas.

Esa compasión y dedicación de Eva me parecía (y me sigue pareciendo) admirable. Y supongo que si todo hubiera seguido así, en una discreta e inofensiva ternura altruista, no me encontraría ahora en este estado de desesperación. Porque si se cruzan los límites de lo aceptable por el sentido común, entonces la situación puede resultar insostenible.

Lo que pasó fue lo siguiente. Cuando me marché a Centroamérica, acordamos que Eva cuidaría de Chica, uno de los dos perros que yo tenía. Hasta ahí, todo bien. Dos perros en una casa es un número bastante habitual (incluso es comúnmente aconsejado) y Eva se acostumbró rápidamente a tener ocho patas de perro persiguiéndola del comedor a la cocina, de la cocina a la terraza y de la terraza a la calle sin que ello le produjera más inconvenientes que una leve incomodidad en el desplazamiento por las escaleras.

Sin embargo, en algun momento indeterminado Eva decidió que la sucesión “número de perros que tengo a mi cargo”, no bastaba con que empezase en el uno (Nanuk), siguiera con el dos (Chica) y progresara hacia el tres (porque más tarde adoptó a Rex, un perro pelirojo, temeroso y de mirada dócil). Y como si de un método de inducción matemática se tratase, decidió no poner fin a esa sucesión numérica y, sencillamente, la dejó crecer sin control.

Para ser más exactos, sin control, ni final. Y voy a dar cifras, pues pienso que es necesario cuantificar el escándalo. A no ser que haya acogido a un ultimo perro de última hora (cosa que no sería extraña, pues lleva dos semanas encadenadas acogiendo un perro cada lunes al volver de Falset), el número de perros que, a día de hoy, conviven con ella en su casa es de, ni más ni menos, veinticinco.

Como es comprensible, la situación es bizarrísima. En primer lugar, el olor dificulta gravísimamente una mínima naturalidad en lo cotidiano. Eva trata de mantener limpia su casa pero el universo canino ha poseído la vivienda entera, y aunque es cierto que los perros ladran más bien poco (eso sí que hay que concedérselo: cuando les llama “anormales”, todos callan al unísono), la lista de inconvenientes (por llamarlos de algún modo) es interminable.

Despertarse por la mañana, abrir los ojos, y tener dificultades para encontrar la cara de Eva entre tantas cabezas de perro que ya mueven la cola, ansiosos por las primeras caricias del día. Tropezar (minuto sí, minuto también) con cuerpos de perro por toda la casa. Tener que luchar sistemáticamente con tres, cuatro y hasta cinco perros para encontrar una postura cómoda en el sofá. Ser consciente que, en el momento en que se manipula cualquier cosa sospechosa de ser comida, se tienen más de diez ojos clavados, atentos a cualquier movimiento. Y en fin, creo que no es necesario seguir describiendo las características de un día a día como este, sobretodo, si me lo permiten, por mi propia salud mental.

Debo decir también que, si bien al principio le encontré su punto humorístico, enseguida empecé a pensar que todo este asunto sería digno de un experimento antropológico o, tal vez, zoológico. Pero, ateniéndome a la increíble indiferencia e inconsciencia de Eva, definitivamente, pienso que el caso pertenece al campo de la Psiquiatría.

Llegados a este punto, yo, que la amo, y me esfuerzo en amarla también en sus defectos, ya no sé qué hacer. Cuando quedamos en que pase por su casa, rezo en secreto para que le apetezca salir, o para que algún azar nos impida dormir en su casa. Por no hablar del miedo que he empezado a sentir, pues ya he contabilizado almenos tres de los perros macho que gruñen sonoramente cada vez que la beso.

No sé cuánto más voy a aguantar. Ni, francamente, cuánto más va a aguantar ella. Mi situación es tan precaria, que debo confesar que mi única esperanza ahora es Nanuk, el primero de los perros, el perro original, el que estuvo con ella antes de todo. Ya no sé si es imaginación, locura, o fantasía, pero, cuando Nanuk y yo nos cruzamos la mirada, tengo la sensación de que en nosotros se establece una conexión muy precisa, y que él comprende perfectamente todo lo que está pasando.

Nanuk, si desde algún lugar de la consciencia canina puedes oírme, permíteme que me dirija a ti, pues en casa de Eva, como bien sabes, es muy difícil tener un rato a solas. Dime, ¿qué crees que podemos hacer? Espero tus instrucciones. Yo solo quiero recuperar aquella Eva risueña y hermosa, a la que te podías acercar sin tener que apartar más de viente perros hasta llegar a ella. Nanuk, te escucho. Haré todo lo que tú me digas. Te daré salchicha, pan, trozos de queso, galletas saladas. Te rascaré la barriga. Te acariciaré las orejas. Haré lo que quieras. Pero, por favor, ayúdame a encontrar la clave para salvarla del delirio.