El hombre que escribía

Que no hayan proliferado no significa que no vayan a proliferar era su frase preferida, la colocaba en el lugar menos pensado y aunque las veces que tenía sentido los demás lo celebrábamos como si un gol, la mayoría de veces era un absurdo indigerible y todos nos mirábamos con la cara que se te pone cuando ves a alguien a quien quieres hacer el ridículo. Es verdad que fueron memorables los inicios, poco después de darnos cuenta de aquel maravilloso y elaborado tic verbal. Montábamos una especie de coro con aquella frase y cuándo se avecinaba y nos dábamos codazos avisándonos porque era inminente y entonces ya empezaba, después todos al unísono la repetíamos con él, y gritábamos con todas nuestras fuerzas, encontrando increíble que no se diera cuenta, sintiéndonos como héroes, o ganadores, o algo así. Después había que disimular las enormes risas que nos producía todo aquel cuento, y aunque nunca dijo nada, yo más de una vez le miraba a los ojos y, por mucho que los demás dijeran que no, a mí siempre me pareció que algo se encendía ahí dentro, en aquella mirada de genio perdido. Pero después nos fuimos cansando (empezaron a surgir variantes tan dispares en cuanto al tono, sobretodo al final de la frase, y en la energía que había que emplear, que empezó a ser imposible coincidir), y cuando enarbolaba su frase más bien bajábamos la cabeza y nos sentíamos ridículos, de repente demasiado mayores para estar ahí, todavía escuchándole en la plaza del barrio, pensando que quizá había llegado el momento de crecer. E inevitablemente fue así, todos crecimos, cada uno se montó en su tren, y después me enteré que el hombre sufrió un resfriado del que nunca recuperó la voz, aunque se oyeron otros rumores que prefiero no mencionar aquí porque me parece que es faltarle al respeto. Me da igual, de una manera u otra, cuando le volvimos a ver ya no hablaba, sinó que escribía. Y es curioso (aunque después, como siempre, te enteras de que es terriblemente habitual), porque todos hemos vuelto al barrio, vivimos todos a poquísimas manzanas de todos, como cuando íbamos al colegio y corríamos a escucharle para repetir su frase con él, cada tarde, antes de subir a nuestras casas a merendar. Estamos todos de nuevo en el punto de partida y justamente él, que no se ha movido de aquí, se ha convertido en una referencia, en un recuerdo vivo, en un vínculo que resiste. La única diferencia es que ahora ya no habla, pero cada uno de nosotros, el uno cuando vuelve del trabajo, la otra de camino a la plaza con sus dos niños, yo mismo algunas tardes que paseo a los perros mientras tu vuelves de tus clases, nos acercamos a él, y yo no sé qué harán los demás pero a mi me encanta susurrarle su frase. Me parece una obligación para con mi pasado. Me acerco a él, le miro los apuntes (ahora se dedica a llenar hojas y hojas de libretas escolares) y me espero al momento idóneo para decírsela, observo sus dedos (que ahora escriben sin parar) y elijo una pausa acolchada, con espacios laterales, o sinó inmediatamente después de lo que más se parezca a un punto y aparte, y le susurro con firmeza, mirándole a los ojos: que no hayan proliferado no significa que no vayan a proliferar, y entonces me produce un placer muy mental (como si me pasara una pantalla muy difícil de un juego de pensar mucho) observar que, siempre, siempre, siempre, cuando oye la frase deja de escribir un segundo, medio segundo, unas décimas de segundo, como si algo le impidiera a su literatura seguir brotando y, entonces, después de esa pausa, continua escribiendo sus historias incomprensibles, aunque yo sé (además lo he comprobado mirándole los ojos), que algo se ha encendido ahí dentro, en su mirada de genio perdido. Porque aunque todo ha cambiado mucho, tanto en el barrio como en nosotros, a decir verdad, él casi no ha cambiado nada. Su única novedad es que en lugar de hablar, escribe, porque, lo que escribe, es decir, sus contenidos, son los mismos que los que antes decía. Cuando le pido sus libretas refunfuña y busca en su mochila otra libreta para seguir escribiendo, pero me deja leer, y cuando echo un vistazo a su flujo incansable de frases legendarias, siempre lo encuentro fascinante. Caminos laberínticos de destinos a menudo tan humorísticos, repeticiones elegidísimas, y esas enumeraciones innecesarias, sobrecargadas y, en general, excesivas, pero en cambio, tan circularmente atractivas. Por supuesto que (y lo veo una decisión absolutamente lógica teniendo en cuenta cómo hablaba) no usa casi puntos y seguidos, interpreto que para imprimirle a la escritura ese ritmo contínuo de su propio fluir de pensamientos, tan característico. Destroza esos lápices tan antiguos que gasta (debe tener quinientos iguales en su casa: no usa sacapuntas, le he leído decir -si es que eso tiene sentido- que son una perversión de la tecnología moderna), y tiene una caligrafía malévola, sobretodo por las puntas y las curvaturas de sus letras, con las intensidades en el trazo muy marcadas, como si escribiera en ráfagas furibundas, descansase en placideces momentáneas, y se ahogase de nuevo en balbuceos extraños y más bien agresivos, a ritmo indeterminado.