El Chino

La conversación del Chino giraba entorno a los turistas que había alojado. Empezó alquilando solo el apartamento de la planta baja, pero ya hacía doce años que, junto con su mujer, la madre de Lazarito, había construido una segunda planta. Y en ella, un segundo apartamento en renta.

Y digo que su conversación giraba entorno a sus clientes, porque a todo tema que yo propusiera, él siempre respondía con anécdotas de algún antiguo cliente. Conocí pues las historias de Patxi, el vasco que se casó con una cubana y se fue a vivir a La Guabina; de la pareja de alemanes que se la pasaban en la terraza bebiendo cerveza; del suizo que se levantaba a las seis para prepararles té; de la española que le regaló el laptop a Lazarito; o de su amigo italiano, que reservaba, desde hacía años, el mes de Marzo entero.

Pero no había manera de conectar en el humor. Si yo sugería una broma, él no la entendía y cambiaba de tema. Y si era él quien encontraba algo gracioso, yo impostaba una expresión divertida, más bien acabándo de traducir alguna expresión. Costaron varios desayunos, cafés y varias conversaciones en aquellas rústicas mecedoras que tenía en el comedor, pero al final, quiero pensar que conectamos.

Le conté mi vida, y él me contó la suya. Había trabajado vendiendo fritas de calabaza, había matado cerdos, había sido vigilante de noche, había llevado leche a la Habana cuando allí costaba treinta pesos la onza. Tenia otra hija -Maura- con su anterior mujer, y una perrita -Miel- que tardó dos días en dejarse acariciar la barriga. Era un tipo respetado en el barrio, y también muy popular. En los tres días que estuve en su casa perdí la cuenta de cuántas veces llamaron a su puerta para pedirle esto o lo otro.
-Pero después cuando he tenido algún problema todos me ayudan. Tú pregunta por el Chino y verás que todos me conocen - me decía.

Su conversación parecía no tener fin, casi tanto como su hospitalidad. Me cocinó sopa con pasta, boniatos y malanga (una especie de papa), plátanos fritos, arroz con gri (de frijoles negros), arroz moro (de frijoles colorados), tortillas con jamón, o bistec rebozado. Y simpre con aquella sartén, que debía de tener, por lo menos, veinte años. Nunca conseguí que me dejara fregar los platos y cuando le decía que salía a tomar un café, insistía en preparármelo él. Quiero que te sientas como en tu casa, decía.

Y la verdad es que lo consiguió. Visité Viñales, daba mis paseos por el pueblo y las afueras y, después, me retiraba a escribir. Incluso un día me prestó su bicicleta y pude ciclar hacia el sur, hasta una finca con caballos y plantaciones de café. La Cuba profunda, pensé, al regresar.

Porque de eso se trataba, de conocer Cuba y a los cubanos. Y en aquellos tres días en Pinar del Río, tan diferentes a los de la Habana, el Chino me ofreció una visión más cruda sobre el día a día de los cubanos. Entendí el motivo de la picaresca, del jineteo, de la inteligencia callejera para obtener negocio de dónde fuera, o del interés por casarse con extranjeros. El Chino fue una fuente de testimonios sobre las dificultades con que se encuentran los cubanos, con sus ínfimos sueldos, y los precios tan altos. Además del miedo al que el régimen les tiene sometidos, por las enormes multas a que se ven expuestos, la mano dura de las leyes, o la existencia de chivatos y agentes vestidos de paisano.

Y aunque tampoco tenía pelos en la lengua para criticar a sus vecinos -los cubanos son el diablo, decía, se las saben todas- sobretodo insistía en argumentar la sensación de impotencia y resignación que sienten, viendo que a pesar de trabajar muy duro, les es muy difícil vivir con comodidad.

Y en fin, a la espera de mi última estación en Cuba -Trinidad- aquel estereotipo del cubano feliz, desenvuelto y guasón, había mutado, gracias al Chino, hacia otra versión más rica y de más facetas. Tan contrapuestas como reales.