Todo
es muy sencillo de asumir, en realidad; una serie de sucesos que se
encadenan (y a veces se intersectan), y que te hacen reír, llorar, o
te resultan indiferentes. En fin, qué sé yo, solo trato de
clasificar esta historia (o clasificarme yo ante ella) y su final tan
inesperado (aunque quizá si nos hubieran propuesto predecirlo,
podríamos haberlo adivinado; quién sabe, es demasiado fácil hablar
de las cosas a toro pasado).
El
caso es que a Eva hace unos días se le cayó el usb mientras sacudía
por la ventana la tela que cubría la mesa del comedor. El usb cayó
en la uralita que queda enfrente de la ventana del vecino de abajo, y
quedó perfectamente visible, aunque inalcanzable, desde nuestra
ventana. Lo más sencillo hubiera sido bajar y llamar a su puerta,
pidiendo disculpas y solicitando ayuda para recoger el pequeño usb
(blanco y de cuatro gigas de capacidad).
Pero
sucede que Eva y el vecino de abajo sufren de una animadversión
mútua tan antigua como profunda, que imposibilitaba esa opción.
-Yo
no pienso pedirle nada a ese capullo -sentenció Eva, sin dejar lugar
a dudas.
Delegar
en mí o en Odra era otra posibilidad, pero enseguida nos mostramos
reticentes, supongo que por solidaridad con su causa.
Pero
esa no era la única opción, ni tampoco la menos atractiva. Todos
hemos estado en ferias donde tienen esas máquinas que con unas
pinzas recogen objetos-regalo. Sin duda está en nuestro imaginario
esa mezcla de bricolaje y audacia que inventa mecanismos para
recuperación de objetos perdidos en lugares como patios interiores,
balcones de vecinos, y otros lugares inaccesibles. ¿Quién no ha
imaginado unas pinzas larguísimas, que permitieran robarle al vecino
de abajo, pinzarle objetos, o simplemente, bromear con los que están
abajo?
Así
que nos pusimos manos a la obra. Y debo decir que la operación, en
realidad, fue decepcionantemente sencilla. Yo pensé que cometeríamos
algún error, y que las complicaciones serían divertidas. Me
imaginaba que los objetos que inventaríamos se nos caerían por
algún cómico azar desafortunado, y se irían acumulando en la
uralita maldita y que, al final, habría que hincar la rodilla y
vencer el ridículo de tener que contarle al vecino toda la historia.
Pero
no fue así. Lo que sucedió es que el sistema de escobas unidas con
cinta americana, con otro buen trozo de cinta americana doblada sobre
sí misma en el extremo de la última de las escobas, para provocar
que el usb se enganchara a él, funcionó a la perfección. Solo hizo
falta un primer intento en que se constató que no eran dos, sinó
tres, las escobas necesarias, y ya está. En el segundo intento,
logramos la recuperación del usb.
La
primera reacción, por supuesto, fue de júbilo. Estas pequeñas
heroicidades, tan parecidas a la resolución de problemas
matemáticos, siempre le hacen a uno sentirse bien. Así que Eva y yo
nos abrazamos, deshicimos el mecanismo de escobas y cintas
americanas, repusimos con sus honores el usb al lugar de dónde no
debía haberse movido, y proseguimos con nuestas vidas felices y
tranquilas (era un martes de Agosto, ninguno de los dos trabajábamos
y estábamos a punto de irnos de vacaciones).
Pero
siempre tiene que haber un pero, ¿verdad? Pues bien. Lo hay. Y lo
hay en cuanto que las historias tienen siempre un reverso, un ángulo
desconocido, un enfoque que habíamos pasado por alto. Eva apodaba a
su vecino el technopaqui,
en un intento de resumir un perfil muy habitual, sobretodo en los
barrios del extrarradio de cualquier ciudad española.
Es un
perfil de personaje al que se le suelen atribuir más bien pocas
luces, muy poca empatía con el ser humano (en general), y casi
ningún tipo de simpatía, a no ser que se pertenezca a su clan. Un
perfil, por lo tanto, del que jamás hubiera sido esperable escuchar
lo que, en el rellano de su piso, con su su mano sobre mi pecho, y
mirándome a los ojos, me profirió.
-Tres
escobas, cuatro gigas -me dijo, muy lentamente.
E
inmediatamente después, sin dejarme tiempo a reaccionar, entró en
su piso y cerró la puerta tras de sí.
¿Tres
escobas, cuatro gigas? ¿Qué era eso, algún tipo de regla de tres
misteriosa? ¿Es que había algún tipo de relación entre el número
de escobas y los gigas de capacidad del usb? Aquello era absurdo. ¿O
es que el technopaqui estaba sugiriendo algo diferente? Y,
entonces, ¿significaba eso que había sido testigo de la operación
de las escobas? Era casi seguro que sí, porque en el usb, en letras
grises, estaba escrito con claridad que su capacidad era de cuatro
gigas, así que al technopaqui le bastaría con haber visto el
momento clave de adhesión del usb a la cinta americana sobre la
última de las tres escobas, para tener los datos suficientes como
para poder decir con conocimiento de causa, “tres escobas, cuatro
gigas”.
Pero
aún así, quedaba por descifrar qué sentido tenía aquella
sentencia. Recuerdo tal estupefacción que ni siquiera pude seguir
subiendo la escalera hasta llegar a casa, y no pude reprimir la
curiosidad. Al fin y al cabo el problema de comunicación de Eva con
el technopaqui era exclusivamente suyo (yo había charlado con
él un día en la escalera y la conversación fue más bien normal),
así que decidí llamar a su puerta y preguntarle sobre lo que me
había acabado de decir.
Llamé,
pero no respondió. Volví a llamar, y tampoco abrió. Como dije, Eva
y él eran enemigos declarados, así que no le conté nada a Eva,
pero seguí llamando cada día a la puerta del technopaqui,
esperando recibir una explicación.
Pero
nada. De hecho, la vez que me dijo aquello de “tres escobas, cuatro
gigas” fue la última vez que le vi. Y es extraño, porque todavía
vive en el mismo piso (lo sabemos porque aún vemos su coche aparcado
en la calle). Simplemente, ha desaparecido del mapa. Hemos dejado de
cruzarnos con él, así, drásticamente, como por culpa del incidente
del usb.
En
casa hemos dejado de hablar del tema pero, desde entonces, Eva
comprueba con mucho más recelo cada vez que va a sacudir alguna tela
por la ventana. Y yo, a veces, me entretengo en contar una a una las
seis pinzas de tender la ropa que aún hay en la uralita del technopaqui, con una
melancolía semejante a la que se tiene cuando se leen títulos y
títulos de libros en una biblioteca, sabiendo que, muy
probablemente, jamás los vamos a leer.