Soy un mueble, me he convertido en un mueble. El calor
me inhabilita para la actividad dinámica y me limito a escribir,
sentado en una silla con un enorme cojín bajo el culo para no cargar
demasiado los glúteos. Apenas me muevo, y mi mejor amigo es el ventilador, su brisa
incesante, su lealtad circular. Fuera hay ruido de coches,
conversaciones entre turistas, y el sol acomete con dureza contra el
pavimento. El bochorno es casi tangible, y la ropa tendida se seca a
velocidades únicas. Soy un mueble. La inmovilidad ralentiza mis
pensamientos, que, por alguna especie de sinergia, me igualan en
esencia con los objetos de la casa. La nevera me mira y me parece que
me habla. Yo tengo el frío en mi interior, ¿tú cómo lo llevas?,
me dice. El resto de muebles se mantiene en un silencio obstinado y
opaco. La televisión, las estanterías que soportan el peso de los
libros, el sofá con la sábana blanca y de rayas azules. Estamos
todos en una misma categoría, la de los impasibles ante el devenir
del tiempo. La idea de dotarles de pensamiento es irresistible. Poco
o nada, pero piensan. Somos muebles, objetos, cada uno con lo suyo.
La prueba irrefutable de que me he pasado a su bando es que mi novia
entra en casa y no advierte que estoy sentado a la mesa, con el
ordenador enchufado, usando únicamente los músculos de los dedos de
la mano. Entra, se sirve un té, se da una ducha, se cambia de ropa y
se vuelve a marchar sin percibir lo más mínimo mi presencia. Trato
con todas mis fuerzas de activar la energía de las cuerdas bucales.
Podría decirle algo, llamar su atención, suplicar que me vea. Pero
el veredicto es irrevocable. Me he convertido en un mueble. Soy
exacta y terriblemente la misma cosa que la silla de la terraza con
sus patitas de plástico, los soportes que elevan el microondas al
cielo, o el solitario bolígrafo que descansa impertérrito sobre la
mesita, como si fuera un vector de coordenadas estáticas.