Es verdad
que la fantasía no tiene límites y, muy seguramente, deben de
existir muchísimas demostraciones de ello. Pero ya en los decálogos
del buen matemático se insiste en que las demostraciones pueden
mejorarse, tanto en brevedad, como en belleza, como en originalidad.
Yo quiero proponerte aquí una nueva demostración del supuesto
teorema. Permíteme primero que, antes, te ponga en contexto. Estando
en Oaxaca, en México, mi amigo Carles, desde el DF, me dijo: no te
puedes perder el Tule, el árbol más ancho del mundo, está a
sólo 10 quilómetros de Oaxaca, puede ser una excursión de un día.
Yo estaba de turista desinformado, de aficionado a la improvisación,
pero Carles había resultado tan útil con sus consejos que no dudé
en hacerle caso. Compartí taxi con seis uajacos (sí,
íbamos seis: ocupábamos entre dos el asiento del copiloto) y cuando
vi el árbol, volví a pensar en Carles, en lo acertado de su
consejo. El Tule me
dejó boquiabierto, primero por su belleza, después por su imponente
magnitud. Uno se imaginaba aquel colosal diámetro atravesando la
tierra y sentía en sus carnes el empequeñecimiento de la humanidad
ante la naturaleza, tal vez semejante al que debieron sentir los
antiguos indígenas cuando las graves tormentas les hicieron emigrar
de las cuatro valles del Monte Alban. La lección era parsimoniosa,
de poderío y de eternidad: ya podían ir y venir las tribus, los
conquistadores, las revoluciones, la modernidad, que el ahuehuete
con el Récord Guiness seguiría ahí, impasible, silencioso,
reduciendo a ridículas las preocupaciones temporales del pobrecito
ser humano. Pero no me quiero desviar: volvamos a la demostración.
Carles me había dado dos datos: primero, que el árbol es el de
mayor diámtero del mundo y, segundo, que en su corteza se daban
múltiples formas caprichosas. Una vez estuve ahí y, perdona que me
repita, me repuse de la impresión por el diámetro del árbol,
entonces, me dispuse a comprobar la segunda de las indicaciones. Y en
efecto: uno puede ver con claridad ciertas formas en las aparentes
desordenaciones de las ramas y los tallos y los varios troncos que
forman el inmenso árbol. En primer lugar pude ver la cara de un
gorila enfadado, con el ceño muy fruncido; después unos brazos que
caían de un busto invertido, luego una calavera sobre un baúl,
finalmente un enorme unicornio boca abajo. Ahí estaba yo jugando al
recuento de figuras cuando escuché la voz de una niña que parecía
estar recitando alguna cosa. En seguida me di cuenta de que la niña
formaba parte del show y, más tarde, el guía de un grupo de yankees
que hablaba un inglés muy forzado (siempre me ha parecido muy
gracioso en qué deriva el exceso de esfuerzo por no tener acento
local) me lo confirmó: eran niñas del colegio del pueblo a las que
hacían aprender de memoria todas las figuras que con los años la
gente había ido detectando, como en una especie de inventario
folclórico local de la mayor (y única) atracción turística del
lugar. Y ahí es dónde volvemos a las Matemáticas. Trataré de ser
breve, ten paciencia. Dado que el espacio formado por el árbol es
finito, podremos concluir que nuestro teorema es cierto (recuerda:
que la fantasía no tiene límites) si, para cada número de figuras
que se nos ocurran, siempre podamos encontrar alguna más. Esa es la
extraña definición matemática de no tener límite, de tener límite
infinito, de que una cosa
es infinita. Como no se puede decir “esto es infinito” porque
“infinito” no es un número, alguien tuvo la brillante idea de
decir: “diremos que algo es infinito si es más grande que
cualquier cosa que cualquiera nos quiera decir”, es decir,
simplificando: cuando es más grande que todas las cosas. Que me
corrijan las imprecisiones mis colegas matemáticos pero para el
caso, ya nos sirve esta formulación. Y discúlpame por el fragmento
técnico de la reflexión: volvamos al árbol. El caso es que la niña
empezó su increíble listado de figuras visualizables en la corteza
del árbol, señalándolas reflejando sobre ellas el sol con un
espejo y añadiendo siempre al final de cada una: “¿ya la
vieron?”. Impresionado ante la longitud de su discurso, me uní a
un segundo grupo de turistas para no perderme, en su segunda vuelta
al árbol, ninguna de ellas. Me permití además el lujo de tomar
nota, fueron las siguientes: la cola de la ardilla, el cocodrilo, las
orejas de Carlos Salinas de Gortari, los pies de Cuauhtemoc, las
siete pulgas (¿ya las vieron?), las seis uñas del caballo, las
orejas del león, las alas del ángel, la cascada, los cuatro soles,
la cara del indio, la boca asustada, la cabeza del colibrí, las alas
del murciélago, los dos ojos del sapo, la letra cé (¿ya la
vieron?), el caparazo
de la tortuga, las manos de la bruja, el cuerno del toro, el fantasma
de la ópera, el elefantito durmiendo, el hongo, la pierna del león,
la tortilla quemada, la letra a, el cristo crucificado, los tres
reyes magos, la cara del gorila enojado (¡una que había visto yo!),
las dos patas de la jirafa, el ramo de rosas, la silla de montar (¿ya
la vieron?), el pez espada, la cuevita de los siete enanitos, el
delfín entrando en el agua, la cabeza del oso hormiguero, la virgen
de Guadalupe, el cocodrilo, la proa del Titanic, las orejas de Bugs
Bunny y, finalmente, la pierna de Chicharito metiendo
gol. Y concluía, con la atonía en la voz propia del que ha repetido
un discurso tantísimas veces: “la propina es voluntaria”. Pues
bien, más allá del asombro ante el recital de figuras imaginables
(fantaseables) sobre la superfície del susodicho árbol, el caso es
que nos encontramos ante las condiciones idóneas para trabajar sobre
la definición de infinitud. Si recuerdas, queríamos demostrar que
la fantasía no tiene límites y alguien (esa niña) nos acaba de
proporcionar la oportunidad para hacerlo: si la fantasía tuviera
efectivamente límites, no seríamos capaces de encontrar ninguna
figura más, puesto que ella habría encontrado el número máximo de
posibilidades. Pero si encontramos una más, aunque sea una sola más,
entonces el límite ya no es tal y, por lo tanto, la fantasía no
tiene límites. Pues bien: en un rincón del ángulo sur del famoso
árbol de Santa María del Tule, a media altura, había dos ramas
confluyentes que se ensanchaban y disminuían de manera simétrica,
rápida y sutil, formando dos lóbulos minúsculos y horizontales que
me recordaron, inmediatamente, a tus ojos. Sí, como lo oyes: vi la
línea de tus ojos pequeños y negros en un hueco del árbol dónde
nadie había visto nada antes. De manera que puedes sentirte
orgullosa, porque formas la ultimísima pieza del puzzle, el último
peldaño, el broche final de este viejo (y afortunadamente cierto)
teorema popular. La fantasía no tiene límites, como
queríamos demostrar.