En Cuba,
tener una casa particular para alojar turistas es una buena opción
para ganarse la vida. Lázaro había montado la suya en la antigua
vivienda de su madre, cerca del capitolio de la Habana; el Chino la
construyó sobre una placa encima de la casa de su mujer, cerca de la
avenida Martí, en Pinar del Río; y Bárbaro tardó siete años en
construir la suya, muy cerca de la terminal de Omnibus, en Trinidad.
Entre quince y treinta cucs (el rango de precios habitual por una
noche), es mucho dinero para un cubano: más de lo que puede ganar en
un mes un médico o un maestro. Pero el fisco aprieta mucho, decía
Lázaro, y cuando no tienes clientes, debes pagarlo también.
Sin embargo,
aunque a veces le dé a uno la sensación, no solo hay negocio con el
extranjero. Estaba el que vendía panes por dos pesos que le costaban
uno y los ofertaba pregonando un mantra horrible (y que me despertaba
cada día a las siete con “¡eeeeeeeeeeeel... pán!”). El que
criaba pichones blancos para la brujería: se venden carísimos
cuando no hay por la zona, decía. O el que vendía cigarros (puros)
que su padre le conseguía de la
fábrica. O otro
-Osmani, de Casilda- que me confiaba en voz baja (porque es ilegal),
que era listero del juego de la bolita (una lotería muy popular que
se mueve desde Radio Martí, en Miami, y cuyo funcionamiento tardé
dos cervezas en comprender). O Livorio, que vendía productos más
baratos que en las tiendas.
-De los
camiones que distribuye el estado siempre sobra algo - me decía.
-Entonces,
eso que vendéis, ¿es del estado? - quise confirmar.
-¡Chácho!
Si el estado no te da, ¡tienes que robarle!
Lógica
cubana. Mucho bisnes, mucho trapicheo, mucha picaresca. Y menos mal
de ella. En la playa del Ancón había un prietito
de unos dieciocho años, cuyos beneficios provenían de venderle a
los turistas -instalados en sus hamacas y chalapitas- consumiciones
que adquiría él mismo en el bar, a escasos treinta metros de
distancia.
-Compro por
un dólar y medio y vendo por dos. El yuma -el turista- ni se entera
y yo me saco medio cuc por cada viaje. Eso es una libra de bistec-,
me decía.
Perfecto,
pensé. No hace daño a nadie y todo el mundo sale ganando.
Un basto
catálogo de creatividad empresarial, por otra parte, inevitable.
Porque en los sueldos en Cuba hay equidad, pero mucha precariedad. Y
no queda otro remedio que buscarse la vida. Bárbaro, licenciado en
Cultura deportiva, profesional de la rehabilitación, trabajó
también de carnicero.
-Los sueldos
oficiales son demasiado bajos. Y quién quiere trabajar por tan poco
- decía.
Y aunque no
todo el mundo quiere salir de la isla, no es nada fácil salir de
ella. Y los resultados de quienes lo consiguen son dispares. Desde
Bárbara, la prima de Bárbaro, que venía de Angola, y decía
preferirlo a los Estados Unidos, hasta la cuñada de Iliana, que tuvo
una malísima experiencia en Vigo, pasando por la exmujer de Bárbaro,
la modelo mulata que “era puro
sexo”, y que vivía
espléndidamente de la pensión de su exmarido canadiense y
multimillonario.
-¿Y porqué lo dejásteis? - le pregunté.
-Mira, Havier - no conseguí que me llamase Xavi – Yo soy un hombre
de principios, hasta que soy un hombre de finales - qué grande,
pensé -. No reniego de mi origen humilde. Y aquella jeba me quería
llevar a su terreno. A muchos poquitos, me cansé de ella. Así que
le di todas sus cosas – sólo las fundas de la cama costaban
doscientos dólares – y le dije que se marchara.
Porque Bárbaro vino a contrarrestar la percepción de Cuba que me
había dejado el Chino, tan sacrificada y pesimista. Bárbaro era
comunista, masón, y con una profunda convicción por ayudar al
prójimo. Decía que era consciente que la corrupción y las
injusticias suceden en todo el mundo pero afirmaba -orgulloso y
temible con aquella espalda de exluchador grecorromano- sentirse
feliz en Cuba.
-No necesito nada más - decía.
Y me gustó ese enfoque. Cubanos satisfechos. Sencillos, pero
ocurrentes y abiertos. Pícaros y guasones, pero también instruídos.
Porque la educación -y la sanidad- son gratuitas, y mucha gente
tiene títulos universitarios.
-Y que no se quejen tanto -opinaba, días después, una señora
mejicana con quién charlaba- que aquí si no trabajas no tienes
nada. Allí almenos tienes tu arroz, tus huevos, tu pan. Que aunque
sea poco, es más que nada.
Lo de siempre, pensé. Pros y contras, anverso y reverso, justicias e
injusticias.
Y me dejo
para el final a Pillo, a Iliana, a Yule, a Héctor. Trinidad és
el millor lloc de Cuba, me había dicho Héctor, días antes de
empezar mi viaje. Y por lo poco que conocí, debo darle la razón. En
casa de Pillo e Iliana (y Yako, su perro salchicha, que tenía una
mirada parecidísima a la de mi Dosete) me sentí verdaderamente
acogido como en familia. Trinidad fue mi última estación en Cuba, y
es el lugar dónde viví lo más cercano a una inmersión, a una
cotidianeidad. La sensación vecinal de andar de una casa a otra, de
tomar algo con aquel, de charlar por la calle con aquel otro. Y
entendí perfectamente que Héctor - el español cubano, le llaman
allí - se hubiera integrado con tanta facilidad.
Y aunque,
como en todo el resto de mi viaje, estoy seguro que me dejé mil
cosas por ver, escuchar y hacer, me queda un grato recuerdo de Cuba.
Prueba de ello es que por primera (y hasta el momento, única) vez en
lo que llevaba de viaje, sucumbí ante la tentación y me compré un
souvenir. La gorra verde militar con la estrella comunista y la
bandera cubana. Y -como me gritaba Bárbaro cuando le llamaba
“comandante”- ¡que Viva Cuba Libre, caraho!