No sé qué
me pasa. No sé si he sufrido fracturas, o si en verdad son
creaciones, representaciones de un deseo que se ha filtrado por
ellas. No sé qué es, no sé dónde colocar este azar de imágenes,
estas habitaciones que he encontrado y que por mucho que me gusten,
por mucho que me acerquen a ti, me resultan dolorosas, aunque también
dulces, sin duda alguna adictivas.
Primero fue
en el avión, junto al asiento de aquella pareja a quién les lloraba
el bebé. No sé si alcanzarás a comprender qué grado de estupor
producen las visiones que uno sabe imposibles. Primero uno las cree y
se sobresalta: sí, es ella, el inconfundible gesto de su cuello
adormecido, la quietud de sus hombros en reposo. Pero enseguida los
batientes de la realidad consiguen despertarle a uno del sueño, o
tal vez hubiera que llamarle ensueño, quién sabe, para qué las
palabras en esta percepción tan delicada, tan deliciosa, tan
delirante.
Después las
señales de ese humor al que debe de jugar nuestra mente se agrupan
cada vez con más precaución, como si hubieran sido descubiertas y
tuvieran que medir sus apariciones. Sería una de esas cuando en una
fila de una cola cualquiera, te mantuviste firme enfrente mío,
gravísimamente yo te susurré y tú me ignoraste, no te giraste ni
un solo centímetro para guiñarme el ojo, o cederme el perfil de tus
mejillas perfectas. Entonces yo supe que tú estabas ahí también
sin saberlo, como si alguien jugase a atraparnos sin que nos diéramos
cuenta.
Te
marchabas, cada vez que aparecías después te marchabas de la misma
manera, con una lentitud atropellada, como en un parpadeo impreciso.
Y al cabo de poco una nueva certeza me avisaba, una sospecha como de
ruido vacío, porque ya estarías ahí, otra vez sentada en el banco
de detrás mío, doblando la esquina, mirándome desde lejos,
desapareciendo siempre por el ángulo al que yo enfocaría, solo
ofreciéndo tu estela, una rápida visión y después nada, siempre
de la misma manera.
La primera,
la segunda, la tercera vez que pasó, yo aún mantenía una actitud
de sorpresa, un tono de espanto atenuado, y por supuesto un
agradecimiento por la afortunada locura. Pero entonces uno cae en la
cuenta de que algo está sucediendo, de que tal vez no sea posible
que se deba al azar, y entonces la atención se dispara, de alguna
manera el delirio se fortalece y parece que cobre vida propia.
Porque quién
me creería si le dijera que he aprendido a dominar mis visiones, a
colocar tus visiones a mi voluntad. Pues tampoco es cierto del
todo. Te he reproducido en una mesa vecina, te he señalado al otro
lado del malecón, he llegado a escucharte decir buenas tardes.
Pero aprendí que no estarías dónde yo quisiera, ni cuándo yo
quisiera. Me di cuenta que solo tendría una puerta medio abierta si
te proponía desde un plano sensible, jamás desde la mente.
A este
proceso me costó llegar, obsesionado en proyectarte cuando me
parecía posible. Y aunque he tardado en dominarlo, ahora lo
encuentro un juego divertido, difícil, pero irrenunciable. Me
concentro en ti, aunque tal vez sería más gráfico describirlo como
que me desconcentro en ti. Debo engañar al cerebro y fingir
que no quiero verte, que no estoy dibujándote sobre las escenas en
que viajo, como si le diera el mensaje de que acepto las normas de su
tierna demencia.
Y cada vez
más a menudo lo consigo a mi antojo. Es una especie de meditación
en que te alcanzo apartándote, en que te veo ignorándote. Y tú
sabes lo difícil que es engañar a la mente. Es por eso que cuando
la puerta entreabierta se aligera y se desliza y tengo el margen de
maniobra para evocarte sin censura, ese margen es pequeño, enseguida
se cierra, y de ahí, que sea tan adictivo.
Y así me
paso las horas deambulando por este continente. Con esta estrategia
de alucinación espontánea he rozado tus dedos en un choque fortuito
en una terraza, he olido tu aliento fingiendo colocarme bien los
zapatos ante unas palmeras, te he dado las gracias por dejarme pasar
por una acera estrecha. Una vez pude colocarte junto a mi lado todo
un recorrido de autobús hacia las afueras, y aún me pareció
escuchar tus latidos a través de los brazos. O aquella vez, la más
clara de todas, en que a propósito, me giré de repente, y estabas
mirándome, con los ojos negrísimos, sonriendo traviesa.
Sí, en esas
veces yo sé que debo enseguida cambiar de tercio, como te decía
engañar al cerebro, tan rígido que no permitiría que me tomase más
tiempo. Pero es un placer y un tipo de dosis que he aprendido a
aceptar tal y como es. Son ráfagas de tu presencia, apariciones
efímeras, explosiones mínimas, amor puntual esparcido en el tiempo.
Pero no
acaba en el día esta genialidad de la locura. Después llega la
noche, la hora del sueño, el momento en que las divinidades
descienden con nuestras ofrendas para acariciarnos con su parsimonia.
Como si el mero hecho de mantener los ojos abiertos hubiera sido el
puro causante de las dificultades de visualizarte, cuando los
párpados se cierran y se enciende la oscuridad de la consciencia,
entonces los impedimentos del día bajan los brazos, abandonan la
batalla, y alcanzo momentos de gloria.
Entonces te
tengo a mi entera disposición, perfecta y sin pausas, para hacerte
lo que más deseo, lo que no he dejado de hacerte desde que me
marché, con aquella mezcla de contradicción y firmeza. Lo sabes,
llegada a este punto de la carta tú ya sabes cómo continúa, pues
tú también estás ahí conmigo, y estamos los dos, y lo moldeamos a
medias.
No sé
cuánto más va a durar este efecto indirecto de la necesidad de
sentirte. Ni tampoco sé valorar si es cuerdo, o es insano, o si es
que dejará de suceder cuando este viaje termine. Solo sé, como tú
sueles decir, que simplemente es, y que es hermoso que así
sea.