A no sé qué
altura de la calzada Tlalpán, en la colonia de Coyoacán, enfrente
de la Escuela Preparatoria Nacional, hay un pequeño jardín que, sobre las
cinco y media de la tarde, cuando ya se han acabado las clases y todo
el tropel de adolescentes se acumula en la acera de la cuadra, se
llena de parejas de enamorados. Y decir “se llena” es correcto e
incorrecto al mismo tiempo ya que, por una parte, aunque el espacio
es incómodo, pequeño y rodeado de un tráfico ensordecedor, lo
ocupan más de treinta parejas. Pero por otra parte, por alguna
especie de ley o tradición no escrita, seguramente heredada de
generación en generación, las parejas se colocan exactamente debajo de cada uno de los árboles del parque, saturando el espacio de una
manera muy ordenada: una pareja en cada árbol, en cada árbol una
pareja y sin espacio para nadie más. Son todos adolescentes: parejas
de enamorados que, a la salida de la escuela, comparten su ratito de
intimidad antes de irse a sus casas. Unos charlan, otros se abrazan,
algunos escuchan música, otros se están besando. La precisión
geométrica de la distribución es lo que más sorprende tras una
primera impresión, pero en seguida le asaltan a uno las dudas.
¿Habrá habido algún par de tortolitos, tal vez tímidos, tal vez
inexpertos, o que se han rezagado porque han salido tarde de la clase
de Geografía que, habiendo visto que no quedaba ningún árbol
libre, se han quedado sin su parcela de amor? Por el contrario,
aquellas parejas experimentadas, con más currículum en la ocupación
del parque, ¿tendrán ya su árbol fijo?, en cuyo caso: ¿habrán
inscrito sus nombres en la corteza del sufrido árbol? Y si, pongamos
por caso, existe alguna pareja que ocupa un árbol que habitualmente
ocupa otra pareja, ¿habrá miradas de recelo, de desaprobación? ¿O
tal vez todo fluya como es deseable, y el espacio se ocupe (y desocupe) de una
manera natural y perfectamente cívica? Desafortunadamente, uno siempre se queda con alguna inquietud. Lo que sí se observa es, una vez más, cómo
los adolescentes, los próximos adultos de la ciudad, reflejan las
maneras de la capital y en cierto modo, las perpetúan. Ya empiezan a
ser expertos en el día a día del infierno que puede llegar a ser el
DF: su tráfico, su bullicio, sus rancheras a volumen alto en las
radios, su densidad de población, sus espacios libres absolutamente
completos. Sin embargo estos chicos son la muestra de que aún hay esperanza para el amor en las grandes urbes, y aunque resulte
aparatoso andarse abrazando ahí en el árbol de turno, rodeado de
tráfico y ruido, es hermoso que lo sigan haciendo, ajenos a reflexiones como esta, jóvenes, felices, enamorados.