Agazapado, en la
penumbra, tuviste tentaciones de volver, de deshacer lo inédito de
haber subido los peldaños sin contarlos, de pedirle unas últimas
explicaciones antes de disparar, sus manos cerradas, su caída seca
como una palmada, sin obtener siquiera algo parecido a una súplica,
un arrepentimiento, quizás un halo seguramente patético de su voz
oscura por una vez a tu servicio y no a su desprecio. Pero sí, lo
hiciste, nunca más contar los escalones en cuentas atrás pérfidas
e irreparables, lo hiciste en la penumbra de un olor a noche insegura
que tenía tanto de cobardía como de escapatoria. No tardarían en
encontrarte los vecinos de enfrente, la señora del tercero, el ruido
de una pistola sin silenciador en un edificio de tres plantas, o
también la policía que tarde o temprano, y tú en el escondite, el
escondite neutro y tan evidente del balcón exterior de la escalera,
agazapado en una incomodidad de cuclillas y manos manchadas antes del
último delito, del silencio estropeado por una respiración que se
te antojaba insolente, como si te quisieras dejar de escuchar
callado, pensando después y si aún sigue vivo, y si en su cabeza
hay un balazo pero hay otra vez esa mueca de odio tan suya y tan
ausente y tan tuya. Pero entonces un miedo más personal, más de
otra índole por la certeza lejana de que sí, de que es imposible
que esté vivo, de que pueda moverse de su postura fetal de muerto
indigno y sin descubrir, con su balazo en tu frente, los gritos de la
vecina del tercero deseosa de drama y la policía que tarde o
temprano, en la penumbra, en la noche agazapada. Todo había sucedido
en un estruendo cortado, bum, lo habías practicado tantas veces en
el espejo que esta vez, la definitiva, fue casi como un ensayo más,
una prolongación adherida sin esfuerzo a un deseo sólido e
irreparable, con la única diferencia de que esta vez era su frente,
su pelo rizado, los ojos de esa cara que ya hace demasiado tiempo que
dejó de ser tuya, ahora una masa de confusión y desapego que de una
vez por todas por fin bum, en el suelo, y retumba en tu cabeza como
si un bum recortado por la muerte, en un lateral de tu frente odiada,
en una oclusión indescriptible porque bum, y el hombre ajeno en el
que te convertiste desplomado en el balcón de la escalera del
edificio, y la señora del tercero, deseosa de drama, llamando a la
policía, que tarde o temprano, en la penumbra, en la noche
agazapada.