Los tatuajes (parte II)

Es bien sabido que la inteligencia humana, entre sus múltiples cualidades, posee una poderosa capacidad de adaptación, que nos permite sobrevivir con sorprendente naturalidad a situaciones que, de habérsenos planteado de antemano, nos hubieran parecido demasiado difíciles, inverosímiles, o incluso esperpénticas.

Un escenario en el que a un individuo se le confirma que, cada vez que un objeto se pierde, le aparece un tatuaje en algún lugar del cuerpo con la forma exacta del objeto perdido es, sin duda, un buen ejemplo. Sin embargo, quizá el conflicto principal se produzca, en realidad, cuando hay que confrontar los hechos con los demás.

-Amor, cada vez que se pierde algo en esta casa, horas después, aparece tatuado en algún lugar de mi cuerpo -le dije a Eva, mirándola con gravedad.
-¿Ah sí? -no parecía tomarme demasiado en serio -Pues ya puedes irte mirándote por ahí, porque me acabo de dar cuenta de que no encuentro la Termomix.

Y efectivamente, en pleno abdomen me había aparecido un tatuaje en el que se observaba, exactamente igual al de la caja que lo contiene de fábrica, una Termomix. Pero lo más preocupante es que la relación objeto perdido – tatuaje aparecido, ya no me pertenecía exclusivamente a mí, sino que por algún misterioso fenómeno, también la afectaba a ella, y a sus descuidos.

Lo que sigue ahora es tan cómico como trágico: pasada la sorpresa inicial (y las posteriores comprobaciones), mi cuerpo se fue llenando paulatinamente de tatuajes de servilletas, cargadores de teléfono, horquillas para el pelo, calzonzillos, incluso de la colección entera de libros de Martin Gardner, que debí de haber perdido en la mudanza. Supongo que se comprende que, a partir de cierto momento, tanto Eva como yo nos sumáramos en un estado de alerta máxima, ante la posibilidad de nuevas pérdidas, y por lo tanto, de nuevos tatuajes.

La principal medida preventiva que tomamos fue un estricto control de entrada y salida de la totalidad de los objetos que frecuentábamos, mediante una manipulación online de bases de datos de periodicidad diaria. Gracias a este control mantuvimos una sensación de normalidad durante un tiempo. Exceptuando algún encendedor, o algunos calcetines, dejaron de aparecer nuevos tatuajes en mi cuerpo y, a pesar de lo bizarro del conjunto, se podría decir que mi cuerpo aún se mantenía dentro de la frontera de la normalidad.

Pero todo era una mera ilusión de tranquilidad. Una patológica carencia de humildad del ser humano nos empuja a creer que podemos controlar el universo, o como pretenden los científicos, predecirlo. Y no es así. Esta mañana, cuando mis ojos han detectado el nuevo tatuaje que ha aparecido en mi frente, he sentido, una vez más, que no somos más que conejillos de indias, en manos de este ingrávido azar que todo lo rige.

Eva. La Eva que jamás debió haber convivido con mis neurosis si yo no me hubiera acercado a ella. La pobre e inocente Eva, que nada había de sospechar cuándo me sirvió la primera jarra de cerveza en aquel bar dónde nos conocimos, hace más de veinte años. Eva, que aún te recuerdo en tu último paseo por la casa, del pasillo a la habitación, recién salida de la ducha, toda belleza y cotidianeidad. Eva. Mi Eva. ¿Cómo pudo ser, que fuera ella quién apareciese tatuada en mi frente? Su silueta sonriente, su expresión sosegada, una imagen tan agradable, tan en contradicción con el horrible espanto que me produjo darme cuenta de que era ella. De que, si las hipótesis eran ciertas, la había perdido.