Ella

Seguramente sería una tarde lluviosa de domingo y tú estarías en casa; tan buena anfitriona como siempre habrías cocinado para Fuen, habríais charlado de casi todo, os habríais despedido cariñosamente. Pero Odra no llegaba hasta la noche y en ese lapso sin distracciones sentiste otra vez con fuerza su ausencia; esas lágrimas, como decía él, inevitables. Porqué tuvo que marcharse ahora, porqué me siento sin energías si ya sé que va a volver, si en verdad me alegro tanto por su viaje; pero entonces qué es, pero entonces porqué. Los mensajes de texto, los emails, los mensajes de voz, tal vez sí, tal vez eso sea un poco de su amor, un poco de su presencia, pero qué son si las comparo con las risas tontas de fin de año, con la cara que pusiste cuando el vestido, o cuando aquellos besos en el aeropuerto. Llegaría Odra y te querría sacar al cine, a dar una vuelta, a hacer algo contigo fuera de casa, pero a ti te apetecía más quedarte pensando en aquella puesta de sol, en aquel perímetro de colores líquidos y cambiantes. No era justo, las últimas semanas antes de que yo me fuera estuvimos tan bien, ¿te acuerdas del tacto del hule sobre la mesa, de las teorías sobre los abrazos? Seguramente la inminencia de la despedida. Él estaría en su viaje, yo ya habría empezado mi viaje literario, su proyecto de escribir, aquel que te fascinó cuando te lo contaba con fuego en los ojos; y sin embargo ahora tú estarías pasando una tarde difícil, una tarde de domingo lluviosa y floja, una tarde en que la perspectiva de no verle en tanto tiempo te resultaba tan dura. En la cama leerías sus libros y seguramente por eso te entristecías aún más, cerrabas los ojos acurrucada bajo la franela, sintiendo un frío también interno, un frío como el de sus manos, cuando sorprendían tus caderas bajo el pijama. Esa noche soñaste con tu padre, que volaba en silencio y te miraba con ojos de búho, como un escalofrío de paz. Por la mañana volverías a pensar en él cuando el estado alfa, cuando abrías el móvil y leíste el aluvión de mensajes, todos de golpe, tras la diferencia horaria. La distancia magnifica las palabras y tú releías cada frase, cada silencio entre mensaje y mensaje, tratando de verle desde un poco más cerca. Después preparabas el desayuno y te fijarías en los detalles: él se ponía más miel, almenos no huele a tabaco, sacar a los perros a pasear. Todo aún un poco triste aunque no tanto como ayer; las mañanas frescas tienen un aire de responsabilidad, algo como un peso que te empuja hacia la rutina, hacia tus chicas en el gimnasio, tus señoras, el yoga. Pero los desencadenantes de las historias deben tener sentido del humor, porque primero aparecen minúsculos, como si nada, colocados como escondidos enmedio de un decorado invariable que solo presenta leves diferencias de día en día, para después provocar un giro completo de rumbo, e invertir la importancia de todas las cosas, como en una simetría caprichosa y malvada. Por eso una carta en el buzón, que no debería en principio ser nada, solo tal vez el seguro o alguna multa, resulta que desemboca en un vuelco, como tú decías, un vuelquito, esta vez un gran vuelco. Leerías la carta con velocidad porque la esperabas, porque ya sabías que llegaría: hace tiempo que tus sueños te hablan claro, lo único que te sorprende es que el momento haya sido ahora, precisamente ahora. Era un deber que hubieras preferido no cumplir nunca y por eso revisas la carta, tal vez se hayan equivocado, pero no, es evidente, no tiene sentido que lo niegues por más tiempo. Hay una fecha y en esa fecha tienes que presentarte en ese lugar, en ese pueblo que dice ahí, escrito a mano, al final de la carta. Sospechabas también el país, y además lo dice bien clarito: Nicaragua. Tienes que ir, no puede ir  nadie más que tú. Tienes que volar a Nicaragua.