Dentro de
sus ojos cada parpadeo es un fogonazo, una inyección, un latido
desde la zona de la mente dónde la guarda a ella. Pero ahora la
misión es objetar, su trabajo ahora es luchar por tener la razón en
este debate al que le han invitado por unos conocimientos vagamente
reconocidos. Los tertulianos alzan la voz, se interrumpen, apenas se
escuchan; pero en cada intersticio de la estéril discusión él
corrobora la existencia de ella, una existencia que suplanta la
necesidad de vencer en la dialéctica, una guarida dónde lo
científico no tiene cabida, un espacio onírico dónde él se dedica
al amor con los ojos, solo con los ojos, exclusivamente con los ojos.
Primero como un pistoletazo de salida: el ángulo imperfecto que
describe la mandíbula de ella, el leve recorrido desde sus mejillas
hasta sus labios, le sirve de excusa para iniciar un razonamiento,
para aportar un dudoso grano de arena a la lucha absurda entre egos e
ideas. Pero después como un aliento de pausa, como un bálsamo para
después de intervenir, para cuando cerrar la última palabra es
encontrarla a ella otra vez, otra vez con el cuello erguido, la
cabeza apoyada hacia atrás, el sol en su cara, el aire en silencio.
Y entonces los ojos de él posándose sobre ella, la distancia
quebrada por caricias sin tacto, solo con los ojos, en besos
proyectados solo desde los ojos. El amor desde la mirada, hacerle el
amor solo con mirarla, él se lo repite para sus adentros como un
mantra áureo, como si creara un circuito aéreo entre sus ojos y el
cuerpo de ella, en una ausencia insoportable que sus compañeros ya
empiezan a notar cuando sus intervenciones disminuyen, cuando su tono
se relaja, cuando en lugar de sentirse atacado por un dardo
envenenado, toda la dualidad cerebral se le quiebra en observar las
piernas de ella, la dócil curva de sus caderas, el infinito
recorrido hasta sus rodillas. Pero enmedio del sueño los focos, las
cámaras, las réplicas, las manos en la mesa en una quietud
expectante, en otra cosa que está muy lejos del debate, del estúpido
debate televisivo en el que ya no tiene ganas de participar, la
conciencia tomada por el trabajo de los ojos, por el íntimo
recorrido desde sus ojos hasta ella, porque quién sabe qué estará
haciendo ahora mientras él la salpica con caricias que vuelan, con
besos sin forma, como un amor sin contacto, como un contacto sin
manos. Y entonces, como en las grandes ocasiones con ella, una
revelación, un cambio de rumbo, una aceleración irrenunciable. De
repente él vuelve a tener ganas de hablar y les lanza frases a los
otros con una fuerza nueva, una fórmula distinta que va a fulminar
lo racional, que lo va a separar de esa realidad gris y fastidiosa y
lo va a llevar otra vez hacia ella, hacia el amor con los ojos, hasta
el hacerle el amor con la mirada, exclusivamente con la mirada. Y les
da la razón, incomprensiblemente para lo habitual en ese tipo de
debates él empieza a dar la razón a los otros, a cerrar discusiones
alabando a los contrarios, entregando la verdad, cerrando los
círculos enmarañados y silenciando el debate, regresando a sus
ojos, a lo más profundo de su retina, al reflejo de miradas desde
donde ella apaga el televisor con la última imagen de los ojos de
él, sorprendentemente recorrida por unas cosquillas, un picor, un
contacto extrañísimo que no es posible sentir, algo como unas manos
sin manos, como una discusión sin objeto, como un placer sin
réplicas al que se abandona en el sofá sin ningun tipo de contacto,
solo con los ojos, solo con los ojos de él sobre ella, como un
sentimiento sin lógica, como un amor sin razón.