Son horas
simétricas, son trayectos internos, son espirales concéntricas que
se atraen. Esa mañana, ella medita después de almorzar mientras él
fuma y recorre archivos, cada uno en su casa. Ella sus clases de
yoga, tomar el coche y entonces unos dedos sobre el muslo que
enseguida reconoce. La ausencia está llena de imágenes que se posan
al azar como sensaciones, como ahora él, que cree detectar en su
saliva el sabor delicado de la lengua de ella, también conduciendo,
también de camino al trabajo. Las chicas la esperan, empieza la
clase y tras un movimiento de cuello, ella recuerda las manos de él
que se le acercan en círculos, esas manos que ahora dejan un libro
sobre la mesa, sobre esa reunión aburrida sin ella, aunque de alguna
manera también con ella a su lado, ojalá siempre a su lado, con los
ojos atentos, con el deseo activado. Ella en su clase sugiere
mantras, voces pausadas que ahora vienen de él, que habla de
proyectos y cálculos, y esconde palabras en su retina y las dirige a
ella, imaginándola sobre aquella toalla, sobre aquella ternura de
cráteres de arena. Ella comprende desde la ducha, las gotas
posándose como los susurros de él cuando la solicita, el agua en
sus ojos como las olas tímidas de aquella playa, y luego el jabón
en su piel, otra vez como sus manos, anulando distancias, aferrándose
a ella, capturándola bajo el agua. Pero el tiempo les sigue en su
deliciosa espera, él ahora cerrando una puerta y en el tacto tibio
del pomo pezones henchidos, sudor atenuado. Pero esta noche nos vemos
y ella vuelve a su coche, de regreso a casa, hacia su siguiente
imagen. Él la desnuda poco a poco en los silencios del día,
besándola en curvas, en tactos que a ella la sorprenden en la
cocina, sirviéndose un vino, en un tenso suspiro que ahora le azota
a él, como una prisa incomprensible, justo cuando se despide de los
compañeros, justo cuando sabe que esa noche es ella, que apenas unas
horas y por fin otra vez ella. Después la tarde les cae como un
vuelo sinuoso, ella ensayando coreografías, él escribiendo otro
texto. Y otra vez sucesiones de impactos: ahora ella percibe en sus
piernas los mordiscos de él, que golpea el teclado con besos
violentos, como si ella supiese que es él quien la aprieta, como si
fuera él quien la rodea mientras sigue bailando, convencida que el
ritmo sobre el que baila son sus arrebatos sobre ella, la absoluta
intimidad de sus bocas abiertas, sus alientos mezclados, sus
arranques feroces. Cuando ella descansa en el sofá otra vez él la
dibuja, él que ya está de camino, a tan pocos metros ya del portal
y sintiéndose ahora tan vívido dentro de ella, los dos esperándose
sin concentrarse en nada, como dos corazones ansiosos, latiendo
lejanos y conectados. Y enseguida la inminencia del reencuentro, los
nervios de volver a verla, la presencia en el pecho. En la escalera
él sube los peldaños sabiendo que ella está arriba, que vaga
impaciente por el pasillo, que oye sus pasos como si los golpes de
cuando él, como si los gemidos de cuando ella, como si los dos
cuando la urgencia. Ya solo faltan unos segundos, apenas unos
peldaños que se retuercen sobre sí mismos y entonces él se
abandona dentro de ella, justo cuando ella lo recibe en una locura
silenciosa, en una conversión de la fantasía hacia una realidad
enriquecida, hacia un bombardeo desacelerado que ahora culmina en la
imagen de ella, en la sonrisa de ella y la sonrisa de él, en un beso
larguísimo, en un cómo estás, qué ganas tenía de verte, en un
ven, pasa, te estaba esperando.