Dejar de fumar

Los intentos de dejarlo son un clásico de cualquier fumador. Mi experiencia consta de una discreta lista de éxitos (que comprenden des de los diez días hasta los diez meses de abstinencia), a cambio de una ristra enorme de fracasos, algunos de apenas horas, incluso minutos de duración.

Pero en tu gran viaje lo vas a conseguir, me decía a mí mismo, convencido de que salir de toda rutina me daría esa fuerza que se necesita para abandonar los vicios. Y aunque ya había habido alguna tímida tentativa, tanto en Cuba como en Méjico resultaba demasiado fácil (y barato) conseguir tabaco. Así que tampoco hubo éxito. Además, a esa mezcla estimulante hecha de cigarrillos, café y literatura, parecía muy difícil renunciar.

Pero el momento se estaba acercando. La naturaleza donde se encuentran las ruinas de Palenque está cargada de energía y su exhuberante belleza es una inyección de serenidad. Recuerdo que hubo una iguana cuya actitud estuve estudiando con detenimiento, preocupadísimo en cómo definir su absoluta inmovilidad. ¿Era paz, o era pereza? ¿Era arrogancia, o era indiferencia?

Más tarde, después de las consabidas fotografías -esta quedará bien en Facebook, en esta pongo cara de pánfilo, esta sí que es una buena panorámica- encontré otro rincón magnífico, apartado del recorrido popular. Una parte dónde la conservación y el tamaño de las ruinas era muy inferior a la de los templos centrales, pero con un patio dónde cuatro árboles formaban un cuadrilátero irregular, encerrando en él unas escaleras que parecían invitar a sentarse. Las raíces de los árboles perforaban la tierra en unas láminas anchísimas de incontestable seguridad, y ramas de múltiples diámetros rodeaban la totalidad del tronco, dándole a su altura una impresión de poderosa verticalidad.

Y entonces, cobijado por la sombra de aquella infinitud de hojas verdísimas, y fascinado por la paz milenaria de aquellos árboles, como si su fuerza indoblegable me estuviera siendo traspasada solo con el contacto visual, decidí con la mejor de mis convicciones, que había llegado el momento de dejar de fumar. Que, esta vez sí, lo iba a conseguir.

Pero no fue más que un nuevo fracaso. No me quedó otro remedio que reírme de mí mismo porque, después de salir de un Oxxo (la cadena de tiendas -tipo gasolinera- que está invadiendo todo Méjico), con mi nuevo paquete de Delicados Rojo 14, pensaba: para qué andas flipándote con las energías, si luego, mírate, a la primera de cambio (había bajado al pueblo a por provisiones), ya has vuelto a caer. Otro intento más a añadir a la extensa lista de fracasos sonados, concluí, resignado.

Así que olvidé el asunto del tabaco, y con mi paquete de cigarrillos nuevo en el bolsillo, volví al Panchán, donde me encontré con Joe. Compartimos unas cervezas mientras comentábamos qué nos habían parecido las ruinas. A él le habían decepcionado un poco -cuestión de expectativas, dijimos- pero los dos coincidimos en lo hermoso del lugar. Y en seguida, como en una prolongación del día anterior, me vi envuelto de nuevo en sus I think y sus Do you think, igual que en el autobús.

Hasta que cometió el error de preguntarme:
-So, what's your book about? (¿De qué va tu libro?).
Porque lo que después sucedió fue que, de tanto hablar de ello, me vino la urgencia por escribir. Sin embargo, tras confesarle a Joe aquella necesidad, le dije:
-Do you want to meet later for dinner? (¿Quieres quedar luego para cenar?).
-Yeah, of course (Sí, por supuesto).
-Seven thirty is ok? (A las siete y media te va bien?)
-Seven thirty is ok. (A las siete y media me va bien).
Y nos despedimos.

Hay veces en que uno se podría pasar horas retocando adjetivos, puntuaciones, o simplemente releyendo fragmentos y encontrándoles nuevos defectos en un proceso que, no solamente no tiene fin, sinó que, además, suele agotar con velocidad. Esa tarde fue una de ellas. Así que, para airearme, decidí darme una vuelta por el Panchán para curiosear por las diferentes cabañas, cuando recordé la existencia del tal Samuel.

-Saluda de part meva al Samuel, és el tatuador del Panchán -me había dicho Gisela.
Pero en lugar de una sala de tatuajes, un tipo con una aguja entre las manos y una vaga conexión con la que iniciar una conversación, lo que encontré fue un grupo de unas doce personas colocadas en círculo, dentro del cuál el mismo Samuel dirigía (todos con los brazos en alto), un canto de agradecimientos (que terminaba siempre en Omete) a los elementos de la tierra.

El grupo iba girándose para mirar hacia el este, después al oeste, y, finalmente, hacia el norte, momento en el cual, quedaron todos mirándome a mí, que todavía trataba de descifrar de qué iba todo aquello. Al verme, Samuel me invitó a unirme a ellos, de una manera tan sencilla y acogedora, que no pude negarme.

Era un temazcal: por lo que pude ver, un ritual chamánico de sanación y agradecimiento a la naturaleza. Y la verdad es que fue una experiencia interesante. Todo era a veces un poco demasiado protocolario y en algunos momentos me chirriaban alguna de las frases de los chicos que dirigían la ceremonia, pero me tomé muy en serio el ritual. Su objetivo era noble, y la vertiente física era potente. Encerrados en aquella cabaña, se introducían grandes piedras ardiendo (Bienvenidas abuelitas, decían) que aumentaban el calor fuertemente, y el intenso olor a nopal se mezclaba con la falta de oxígeno, en un efecto de sudoración masiva y preasfixia que, además de ser curativa, podía generar ansiedad.

Porque ese fue mi caso. Aquella mezcla entre sauna, meditación y oración, me falló por la parte de la sauna. Después de diversos cantos, poemas, alegatos y de dos (de las cuatro) "aperturas de puertas", sentí que estaba a punto de desmayarme, y que el corazón me latía con demasiada velocidad. Así que pedí permiso para salir aunque, por lo visto, era el momento de una pausa, y todo el mundo lo hizo tras de mí.

¿Porqué no aguanté el temazcal completo?, pensé después. Podría ser que, a nivel físico, no fuera capaz de soportar el calor: la explicación más inmediata, aunque la menos trascendente. Podría ser también otro caso de mi vieja dificultad para relajarme, una resistencia que ya había experimentado en la meditación. O quizás tuviera algo que ver con las dos puertas que quedaban por abrir. Y aunque seguramente todas tendrían su parte de relación, después de todo, preferí darle una cuarta explicación.

Porque, una vez recuperé el oxígeno, recordé que había quedado con Joe a las siete y media, y les dije a los chicos que ya no entraría a terminar la sesión. Me daba miedo ofender a Joe con el más mínimo retraso. Recordaba haber salido de mi cabaña, en dirección a lo que terminó siendo el temazcal, a las cinco y cuarto. Así que, en lugar de buscarle otras explicaciones, decidí atribuir aquella urgencia por irme a una especie de reloj mental que me avisaba de no llegar tarde a mi cita con Joe.

Y menos mal porque, en efecto, cuando llegué a mi cabaña, comprobé la hora, y eran las siete y cuarto. El tiempo justo para ducharme (había quedado empapado de sudor), y llegar a donde había quedado con Joe, exactamente, a las siete y veintiocho minutos.

Joe me esperaba con una botella de cerveza sobre la mesa. Y como siempre, la conversación fue sencilla e interesante. Le conté mi reciente experiencia (los dos coincidíamos en una mezcla indefinida entre escepticismo y admiración), hablamos sobre relaciones de pareja, otra vez sobre Guatemala y Nicaragua, y compartimos nuestra cerveza con una pareja de franceses del Quebec.

Joe se marchaba a Comitán a la mañana siguiente y, al despedirnos, me dedicó su último I think. Estábamos hablando sobre si volveríamos a vernos alguna vez, y después de darnos los contactos del Facebook, Joe dijo, para confirmar que sí volveríamos a vernos:
-Yeah, because... I think we get on pretty well (Sí, porque... creo que nos llevamos muy bien).
-Do you think? (¿Tú crees?) -le pregunté, bromeando.
-Yeah, I think (Sí, lo creo) -respondió, sonriente.
Y que tengas mucha suerte, nos dijimos también.

El cabrón no mirará su Facebook hasta que no vuelva a su isla griega, pensé, cuando ya haya recorrido el último sector de mundo que aún tenía la inquietud de visitar. El puto Joe. Y andaba todavía pensando en él cuando, ya en mi cabaña, otra vez solo, me di cuenta de que únicamente me quedaban dos cigarrillos...