¿Taxi!

En Cuba vas a cambiar de registro, me dijo Álvaro, como una advertencia. Y tenía razón. Atrás quedaba la sutileza mejicana, su porte tranquilo, discreto, su aire continental de cerro árido, frijoles y salsas picantes. Después de las medidas de seguridad, los controles (un agente vestido de chándal decidió interrogarme dos veces) y el pago de tasas y visas, parecía que uno estuviera entrando en la antigua Unión Soviética. Y la verdad es que aterricé en el aeropuerto de La Habana un poco intimidado. Quedaba poquito para anochecer y no tenía reservado ningún alojamiento, ni tampoco sabía si sería capaz de seguir correctamente las instrucciones que había leído en Internet para ahorrarme los treinta dólares del taxi hasta la ciudad.

Caminar hasta la avenida Boyero y allí agarrar un rutero, decía la indicación. Y después de preguntar tres veces, un motorista se ofreció a llevarme hasta la parada por un cuc (el peso cubano convertible: la moneda para turistas, casi un dólar). No estuvo mal para empezar: una carrera en motocicleta con casco de aviación, sorprendente comodidad y la primera impresión de los carros viejísimos, los camiones militares, y los primeros locales.

En la guagua conocí a un profesor de Matemáticas y estuvimos charlando sobre nuestro oficio. Me contó que allí tenían muy controlada la disciplina, y más bien eran ellos los que estaban controlados. Una vez dijo en clase “ese tren de la pinga”, porque el ruido le molestaba en sus explicaciones, y por eso obtuvo “una erre” en su evaluación. Algo muy malo, decía. Erre de regular: eso es casi mal, concluía. Se despidió dándome su teléfono y recomendándome un hotel. En la avenida Bulevar: el hotel Lincoln.

Pero sucedió que “Yoyo” (aunque yo prefería llamarle Don Rodolfo) se cruzó en mi camino. Me habían dicho: los cubanos son muy pesados, solo quieren sacarte dinero; pero me encontraba bastante desamparado y accedí a que me llevara a una casa particular, decía que por 25 cucs, un poco menos que el precio habitual en el centro de La Habana. Yo le había preguntado al conductor de la guagua si sabía dónde estaba la avenida Bulevar, pero Yoyo se anticipó y decidió apadrinarme, estaba claro, a cambio de unos pesos que -como diría al despedirnos- me los aceptaba, si el gesto salía de mi corazón.

Sin embargo Don Rodolfo era un hombre encantador. Un señor en sus cincuenta, elegante y amable, que decía tener a la mujer en la playa. Pero como ya no salían camiones a esa hora, no podía ir a verla y se volvía para su apartamento. Yoyo me enseñó a ser cubano, me dijo después, cuando me lo volví a cruzar al cabo de unos días. Me mostró dónde comer, dónde comprar y me orientó en los temas monetarios. Y aunque ya intuía mucho de lo que me contaba, decidí escuchar, agradecido por encontrar un tutor.

Me llevó a la casa de Lázaro, un joven con aspecto de macarra que pronunciaba muy lento, supongo que para que lo entendiera mejor. A veces me exasperaba un poco, pero la verdad es que también lo agradecí. Porque el cubano tiene un acento al que cuesta un poco acostumbrarse. Es gracioso cómo convierten las erres en eles: mi amol, me voy a trabajal, dónde vas a comel. Pero lo más difícil es encadenar una conversación entera comprendiéndolo todo. Porque siempre hay algo que se te escapa: alguna palabra, alguna expresión, el mero acento.

Cuando caminábamos hacia la casa de Lázaro una chica se nos acercó y le dijo a Yoyo, llévame ahí. En seguida mi tutor cubano me explicó que con eso se refería a que la llevase conmigo, es decir, que yo me quedase con ella. En Cuba tenemos las putas más baratas de todo el mundo, me diría después un hombre que conocí en el malecón. Hasta tres hombres distintos en las primeras horas, incluido el Yoyo, me ofrecieron mujeres: hay para escoger, tienes todos los precios, tú solo dime qué quieres y yo te lo consigo. Como quien vende habanos, como quien ofrece tours.

Entonces descubrí que la manera inmediata de rechazar las ofertas era decir que estaba casado. Parecía como si la institución del matrimonio gozase de cierta respetabilidad. Cerrada la puerta, ellas seguían su camino en busca de otra presa, de otro turista con posibilidades de caer. Pero también se me ofrecieron hombres, con su habitual sutileza en las mismas artes. El razonamiento era simple, si no quiere follar con mujeres, es que es maricón.

En Cuba no hay problema con pingar, me decía uno de los múltiples conocidos que hice tomando cafés o comida en la calle. Yo tengo a mi mujel en Italia, me decía uno, está con un italiano, y no hay problema con eso: ella es mi mujer, ella después vuelve, trae dinero, y deja al italiano ahí. Nunca sabré cuánto de estrategia de márketing había en sus palabras. Nos despedimos de Mi hermano, salúdame a tu italiana, hasta luego mi compadre.

Así que con mi etiqueta de hombre casado o maricón, me dediqué a lo mío. Caminar, tomar fotografías; probar comida y cervezas; hablar con los locales y escribir. La Habana es una urbe única que rodea el viejo -y deteriorado- esplendor con una cotidianeidad que deja sin palabras.

Porque el cubano es voluptuoso: en su desparpajo, en su físico, en la vida en la calle que desarrolla. A las antípodas del decoro europeo -de ese recelo occidental a significarse en público- el cubano es la exageración del latino. Lo más parecido al canario de España. El griterío es habitual y la gente habla y se comporta sin ningún pudor: toda una lección de naturalidad.

Sin embargo confieso haberme puesto tapones en los oídos para poder escribir sin oír tanto ruido en el vecindario, y confieso también haber claudicado en la misión por gastar a lo cubano (como me enseñó Yoyo), y sentarme en una terraza bien turista y apartada, para encontrar rincones de tranquilidad. Como escribía Eloi, “es de hombre honrado” reconocer su condición, y después de la sorpresa y la fascinación que produce el ritmo cubano, sentí más de una vez la necesidad de un poco de esa paz nuestra occidental.

Y en fin, además de en La Habana, estuve en Pinar del Río y en Trinidad. Y me sucedió que en todas las ciudades hubo un sector de cubanos que me reconocía: que me gritaba por mi supuesto nombre. Y digo supuesto, porque no lo era. Era un mote prefabricado, un sobrenombre compartido por todo turista, que enseguida reconoce como propio, y que no me abandonó en los catorce días que pasé en la isla. Algunas veces me lo gritaban bastante cerca de la cara, e incluso un hombre llegó a señalármelo con el dedo índice, como en una acusación. Ese mote era “Taxi”, y me turbó la genuina mezcla entre interrogación y admiración con que lo pronunciaban Algo muy extraño, como una exclamación con tintes de súplica, pero connotación de saludo.

Y esa es la única cosa que me arrepiento de no haber hecho en Cuba. No haber sido capaz de anticiparme a esos saludos, ni de inventar una estrategia para sacar provecho de ese apodo. Pero aún estoy a tiempo. Mañana sale mi avión de regreso a Mexico, y tengo la oportunidad de quitarme la espina. He de reunir fuerzas para, antes de que me aborde alguno de los cubanos que me llamará por mi apodo, decirle yo antes a él:

- ¿Taxi? ¡Sí, soy Taxi! Soy Taxi-casado/maricón. - Y a ver qué me responde...