Carta anticuada y actualísima

Querida Eva, le escribo esta carta porque mi duda la concierne de una manera directa, tal vez incluso más que a mí mismo. Es cierto que soy dueño de mis actos y de mis pensamientos (y que usted es dueña de los suyos), y que serán nuestros gestos espontáneos los que van a moldear las sutilezas de estos sentimientos que ya empezamos a sentir con fuerza, pero, en materia de relaciones, estará usted de acuerdo conmigo en que consensuar un enfoque, determinar un rumbo, si es que esto es posible, puede aligerar el riesgo de malentendidos y sufrimientos.

Usted se marchó hace bien poco una semana, y después yo media semana más. Fueron largos y dulces días de misivas y comunicaciones, de melancolía y de deseo, de ausencias y de presencias. Yo no soy capaz de entrever lo que usted siente con precisión, tal vez acaso sospechas, conjeturas desde sus ojos negrísimos, vagas certezas desde sus múltiples lenguajes. En cambio sí puedo afirmarle que yo he sido feliz en su ausencia. Pensar en usted en los lugares menos idóneos, sentir su presencia en los momentos más aleatorios, siempre tras el estímulo de la belleza en sus representaciones, me producía dolor porque usted estaba lejos, pero en cambio activaba algún tipo de estimulante, y entonces todo era muy parecido a la locura, la cabeza perdida en espirales de ensueño, la boca encendida en sonrisas ingrávidas.

Y le cuento esto, Eva, porque usted sabe que esa felicidad edificada sobre la ausencia solo fue el preludio de la verdadera fase que los dos esperábamos: la realización del sueño, el contacto real con la presencia, la materialización del deseo. Qué puedo contarle que usted no sepa, si usted estuvo ahí conmigo, si estuvimos los dos en ese universo que hemos creado entre conversaciones dormidas, entre misterios velados, entre inseguridades vencidas.

Pero mire, Eva, le escribo esta carta porque después me sucede que recuerdo las horas en que la añoraba, y aunque me sienta ridículo por confesarlo, por tener la arrogancia de rechazarla a usted, me sucede que empiezo a desear no verla, a desear amarla desde la ausencia, aceptando el dolor de echarla de menos, pero imaginando esta manera de evocarla, esta manera de sentirla tan cerca dibujándola con mis palabras, esta manera de escribir sobre usted, de escribir para usted, de soñarla desde mi soledad, de amarla desde mi libertad.

Pero tal vez al final demasiada literatura, porque entonces, Eva, en aquellas horas en que la añore, sé que desearé con rabia volver a tenerla, y después de tenerla todavía volveré a contradecirme y desear el contrario para volver a evocarla. Quererla tocar cuando la imagino, quererla imaginar cuando la toco: yo no sé, Eva, cómo puedo salir de este dilema en que me siento feliz en un margen del río, y después de cruzarlo, vuelvo a sentirme feliz en el otro, dando tumbos de un lado al otro, sin tener claro en qué lado mantenerme, por miedo a perderme el placer del otro margen, por querelos tener ambos al mismo tiempo.

Y es por esto que la escribo, Eva, apenas unas horas antes de volver a verla, de volver a cruzar otra vez el margen; porque necesito que alumbre con su luz sobre este tema tan delicado. Usted atesora el talento de sentir cómo fluyen las cosas: necesito que me ayude en este desvarío absurdo de querer ser feliz con usted y sin usted a todas horas, y me sugiera algún rumbo factible, alguna actitud satisfactoria, alguna indicación reveladora, si es que esto es posible, si es que nada de esto tiene algún tipo de sentido.