Ella, él y yo

Acudir a una cita como si a un juicio, como si a un tribunal. Soy él, no soy él; nunca lo fui, nunca he dejado de serlo; quién sabe, tal vez todo es más sencillo en realidad, todo empezó sencillo y ahora parece complejo solo porque lo estoy observando, solo porque pretendo enfocar hacia un lugar que ni siquiera importa que exista; y ella, ella que está aunque no esté, ella que acude a la cita, ella que está aquí y ahora frente a mí, frente a él, frente a los dos, como en un juicio, como en un tribunal.

Porque yo era admirador suyo. De ella, de él, de los dos. Los dos eran un sueño, ella por su luz irresistible, él por su poesía arrebatadora. Empecé a adorarla a ella: empecé a escribir como él. Deseé cada círculo de su piel, de aquellos ojos pequeños que me miraban a todas horas; los mismos ojos con los que lo leía a él, siempre a él aquel verano, siempre sus cuentos, su palabra envolvente, su literatura. Al fin y al cabo besaba sus labios como leía sus libros; me enamoré de ella, como me enamoré de él.

Porque las citas con ella eran magia, nuestros encuentros delicias que pertenecían a un plano onírico, a un mundo irreal y sin embargo tan firme, tan real que ya no era ningún sueño, que ya era como un sueño cumplido que se expande como el alcance de un pez bajo el agua. Hubo que colocar emociones, hubo que convencerse de que era cierto, para después sucumbir ante su encanto prudente, su voz precisa, su boca entreabierta.

En cambio él aparecía por la espalda, cuando ella no estaba, cuando era imposible ignorarla, cuando leerle era el único sustitutivo válido para su ausencia. Era otra magia, era un estímulo que venía de otra parte pero confluía en el mismo punto, en el mismo lugar donde la sentía a ella. Y después escribir como él, copiar sin esfuerzo su estilo. Ser poco a poco una réplica exacta fue tan natural como lo es ahora, ahora que enfoco hacia un espejo inconcreto, un ángulo de tres vértices, o tal vez de dos, seguramente de uno solo.

Porque conocerle a él fue un suceso menos claro, más paulatino, más diseñado. Publiqué un libro de cuentos y la crítica nos hizo hermanos, él el mayor, por supuesto; pero en seguida el maestro junto al discípulo, y finalmente en un diálogo entre iguales, las editoriales cogidas de la mano, la fama de uno alimentando al otro, el público asombrado por el fenómeno.

Pero si nada de eso tiene importancia ahora es por ella. Al fin y al cabo todos los hombres son el mismo hombre, y todos sus cuentos son míos, y todos los míos son suyos. Pero ella no. Ella nos seguía desde otro tiempo, desde los puestos de vigilancia de las playas nocturnas, desde el reflejo violeta de las lunas tintadas; ella esperaba una liberación definitiva, la iluminación de la piscina, la señal de que ya todo podía inundarse. Si él y yo habíamos alcanzado un doble ser literario, ella una unidad sin razones, una calma flotante, una reencarnación en la bañera.

Porque ella aceptaba mis cuentos como si también fueran de él, y leía los de él reconociéndome en ellos. Para ella todo era menos grave, todo era solo la suma o tal vez el producto de dos sensibilidades, sin ninguna pérdida. Por eso cuando los dos le enviamos el mismo cuento, cuando increíblemente le enviamos por separado exactamente el mismo cuento, escrito por él y también por mí, o escrito por mí y también por él, seguramente escrito a dos manos, ella no dijo nada; y lo entendía todo, y lo encontraba natural, y le parecía hermoso.

Sin embargo el traspaso de lo artístico a lo personal fue como leer un guión imposible que debe incrustarse en la mirada. Él empezó a usar el nombre de ella, a hablar de ella como yo lo hacía, a salir de su casa cuando yo entraba en ella. Era como un cuento con trampa como los que escribíamos, un cuento malvado y aún cómico al que yo no daba crédito, y que sin embargo tenía que ser nuestro; el cuento que siempre había temido, ese que tantas veces se ha escrito, de suplantaciones de identidad, de cambios de roles y personajes, de tomar dos puntos de referencia, y aplicarles una simetría que transforme el uno en el otro.

Pero además del miedo a perderla, todavía las dudas: tal vez todo al final demasiada literatura. Yo soy él, o no lo soy; o quién de los dos escribe, si escribe alguno; y ella, siempre ella, desnuda y serena, a quién iba a elegir, por quién se iba a decantar esa tarde, aquí y ahora en esta cita a la que acudimos los tres, a la que acudo yo solo, o solo ellos dos, como si a un juicio, como si a un tribunal.

Y si todo parece ahora tan complejo es porque lo estoy observando, porque pretendo enfocar hacia un lugar que ni siquiera importa que exista; porque ella, porque siempre ella que ahora me mira, que ahora le mira, que ahora nos mira. Su gesto es tranquilo, su luz es fuerte pero está en calma; seguramente la decisión ya está tomada, seguramente ya la ha tomado mucho antes de esta tarde, de aquella tarde; y ella conoce el veredicto, y ya todo está punto de esclarecerse, como en un juicio, como en un tribunal.

Y sin embargo sigo devorando palabras, él escribe y yo leo, o yo escribo y devoro estas mismas palabras que aún no he escrito y ya estoy leyendo; todo está listo pero yo sigo leyéndole a él, leyéndome a mi, y es ella quien lee, y pasa las páginas de este cuento a dos manos, quién sabe, seguramente a tres manos. Estamos tumbados, es de noche y una lámpara precisa alumbra esta página, este último párrafo, este primer párrafo, este calor tan sedante; y entonces ella me mira, me miró, ya está frente a mí, frente a él, frente a nosotros, y su voz pronuncia finalmente un nombre, su voz pronuncia de manera definitiva la sentencia con el único nombre, la clave de acceso, la solución al problema, el final del delirio.