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El otro día, en la cola del supermercado, presencié una escena interesante. Sucedió aquello de que primero hay dos cajas funcionando, pero entonces se empiezan a formar colas demasiado largas, y alguien da el aviso para que se acerque un tercer cajero. Llegaron entonces los refuerzos: en este caso, una mujer, que emitió el clásico “pasen por la otra caja, en orden, por favor”.

Me uní a la tercera fila y cuando ya era mi turno, la cajera, en pleno proceso de pasar mis compras por el lector de códigos de barras, dijo en voz alta (dirigiéndose a no se sabe quién de los otros dos cajeros):
-¿Me puedes picar en la calculadora cero coma cuarenta y nueve por cinco?

Espero que se comprenda que no recuerde el producto en cuestión. Pero no importa. El caso es que yo había comprado algo que costaba cero coma cuarenta y nueve euros y que, de esos, había comprado cinco. No es mi intención analizar por qué la cajera no pudo realizar ese cálculo con la caja registradora, a pesar de ser una duda muy digna. Lo que me resulta interesante es todo lo que sucedió después.

En primer lugar, el silencio que se produjo fue sepulcral. Los símiles de esta historia con lo que sucede habitualmente en una clase de Matemáticas son aplastantes. Porque, en aquel momento, aquella pregunta que la cajera lanzó fue como una pregunta que el profesor hubiera lanzado a sus alumnos. Son esos lapsos cortos pero intensísimos en que se puede percibir el ruido de las neuronas en una especie de silencio tenso que solo se rompe cuando alguien se atreve a emitir alguna respuesta.

Pero la situación no era la misma, ahí no había ningún profesor de Matemáticas ejerciendo la figura como tal (bueno, estaba yo, pero obviamente no dije nada). Era más bien como si un profesor pudiera ver a sus alumnos desde un agujerito, y comprobar cómo se desenvuelven ellos solos después de sus enseñanzas.

Y más bien podríamos decir que fue un fracaso. Lo que siguió fue un silencio, en mi opinión, demasiado largo. Recuerdo que me pareció divertido imaginar que alguien dijera: “¿hay algún matemático en la sala?”, en plan película, como pasa con los médicos. Pero no, no fue así, hecho que permite una primera conclusión: las matemáticas no son una cuestión de vida o muerte.

Pero eso ya estaba claro de antemano. Es ese silencio, lo que me intriga profundamente. Y me genera una serie de preguntas muy concretas. En primer lugar: ¿cuántas de las personas que allí estaban pensaron el cálculo en cuestión? Es decir, ¿cuántas, efectivamente, se emplearon en calcular el resultado? Porque estoy seguro que un altísimo porcentaje de los presentes (si no su totalidad), rechazó de inmediato gastar ni una de sus preciosas neuronas en calcular cuánto es cero coma cuarenta y nueve por cinco, y en cuanto registró que la cajera había hecho una pregunta que iba de números, continuó con sus pensamientos sobre el partido de fútbol de por la tarde, sobre el qué voy a hacer para cenar, o sobre a qué hora he quedado con tal, etcétera.

¿Hubiera sido así si la pregunta hubiera tratado sobre otra materia? ¿O si la respuesta no fuera un valor exacto? Por ejemplo, si la cajera hubiera preguntado “¿la leche de soja es buena para la salud?”, o “¿entonces qué, va a llover este fin de semana o no?”. Está claro que en ese caso el público asistente se hubiera permitido (salvando cuestiones de timidez) un pequeño debate. Algo impensable cuando se trata de Matemáticas, hecho que considero un gravísimo error.

Pero no. Nadie respondió. Y esto es así, sin duda, porque calcular cero coma cuarenta y nueve por cinco da pereza. Es un problema que cuesta ponerse a pensar. Hay un nueve, hay una coma, tiene aspecto de ser complicado y, lo peor, son Matemáticas. Pero esto ya lo sabíamos, cambiar la popularidad de las Matemáticas es una empresa colosal. Mis ambiciones son más humildes. Me gustaría, por ejemplo, saber qué relación tiene la dificultad de la pregunta con el número de personas que la piensa y, además, con el de personas que se atreven a responder. Es decir, ¿se hubiera producido el mismo silencio si la pregunta hubiera sido, por ejemplo, cero coma veinte por tres?

Está claro que no, y en ese caso seguramente más de uno se habría animado a responder: ¡cero coma sesenta! Porque cuando sí sabemos la respuesta, entonces nos enorgullece ser quién la da. Así son, también, las Matemáticas y, en general, las cosas de pensar. No descubro nada nuevo, además. Modular la dificultad de las actividades en el aula es una técnica delicadísima.

Pero ante cero coma cuarenta y nueve por cinco, nadie respondió nada. O, al menos, en un primer momento. He de confesar con cierto pudor que yo mismo renuncié al cálculo también por pereza y cuando, bastante rato después, se escuchó, finalmente, al otro cajero dar la respuesta, yo ya estaba pensando en otra cosa.
-Dos cuarenta y cinco -dijo, con la expresión de estar pensando “claro, claro, cómo no iba a ser dos coma cuarenta y cinco”. Como insinuando que el resultado era obvio: que no era necesario el uso de la calculadora.

Y sí, problema resuelto, pero aún aquí surge una nueva cuestión. ¿Qué hay del espíritu crítico? Aquel cajero dijo dos coma cuarenta y cinco pero, ¿qué pasa si el resultado es falso, es decir, si se ha equivocado? No es el caso, pero, ¿qué hubiera pasado si alguien hubiese dicho, con relativa velocidad, un resultado que fuera mentira? Por ejemplo, dos cuarenta, o dos cincuenta y cinco. Este experimento es un clásico en las aulas de Matemáticas, y es triste comprobar que en muy contadas ocasiones alguien se atreve a decir “No, es falso, la respuesta correcta no es esa”. Sin embargo, desgraciadamente, esta incapacidad de rebatir la primera respuesta es más bien una consecuencia, de nuevo, de la pereza. Sencillamente, ¿cómo voy a corregir ninguna respuesta si ni siquiera he pensado la pregunta?

Pero bueno, basta de divagar. Hagamos el ejercicio de superar la pereza, y entremos en la materia en cuestión. Se podrán encontrar, seguro, muchas maneras diferentes de calcular mentalmente cero coma cuarenta y nueve por cinco. Porque las hay. Pero hay dos que destacan en popularidad. La primera es, salvo ligeras variantes, la que usábamos cuando íbamos a la escuela. Aquella en que se coloca el cuarenta y nueve arriba, el cinco abajo, y se calcula de derecha a izquierda. Cinco por nueve, cuarenta y cinco, me llevo cuatro. Y entonces cinco por cuatro veinte, más los cuatro que me he llevado veinticuatro, y con el cinco que tenía antes, dos cientos cuarenta y cinco que, colocando la coma (habitualmente por sentido común), nos da el dos coma cuarenta y cinco final.

Pero es evidente que este cálculo es, precisamente, el que nos da pereza. Hay que recordar demasiadas cosas: ¿qué número iba arriba?, ¿cuál era el de abajo?, ¿cuántas me llevo?, ¿cuántas he dejado sin llevarme?, ¿por cuánto había que multiplicar? o, ¿dónde va la coma al final? En fin, demasiado trabajo.

Sin embargo, existe una manera alternativa donde aparecen la originalidad y la economía del esfuerzo. Es la manera preferida de los matemáticos, y la que suelen encontrar por sí solas las personas que tienen ya adquirida una cierta agilidad mental y algo de pensamiento lateral.

Muchos ya la habrán intuido, no estoy descubriendo ninguna técnica fascinante. Consiste en pensar que cero coma cuarenta y nueve es un céntimo menos que cincuenta céntimos. De esta manera, multiplicarlo cinco veces es tener cinco veces cero coma cincuenta, cálculo que fácilmente resulta en dos coma cincuenta, y entonces sólo hay que quitarle cinco veces el céntimo que le faltaba a la cantidad inicial. Así, dos coma cincuenta, menos cinco céntimos, nos da los dos coma cuarenta y cinco finales.

No es ninguna sorpresa. Es, en realidad, una bonita aplicación de la propiedad distributiva de la resta respecto del producto. Es bonito observar que, de esta manera, uno se siente más seguro al emitir la respuesta. Es la confianza que otorgan los razonamientos sencillos y contundentes. Es también sorprendente comprobar que, sin importar demasiado su bagaje cultural, son muchas las personas que llegan por su cuenta a este razonamiento. Lo cual genera nuevas preguntas.

Una primera cuestión es: ¿se están enseñando correctamente en las escuelas técnicas como ésta, para mejorar en el cálculo mental? Opino que no. Pero mi inquietud va, en realidad, en una dirección totalmente opuesta. Me pregunto, también: ¿de verdad es importante el cálculo mental?

A mí me parece que está sobrevalorado. Es decir, me uno a lo que opinan muchos de mis alumnos, y también muchos de mis amigos. Aquello de “si lo puede calcular la calculadora, ¿para qué tengo que calcularlo yo?”. Lo que se suele decir es que la agilidad en el cálculo mental proporciona, en general, agilidad mental, cosa que repercute positivamente en la capacidad de concentración y de atención. Esto, dicho así, está muy bien. Pero, ¿qué pasará cuando (y esto es más o menos inminente) todos nosotros tengamos instalada en algún lugar de nuestro cuerpo una calculadora, y que nunca falle?

En ese momento (que estoy, personalmente, esperando con impaciencia), escenas como la del otro día en el cajero no volverán a producirse porque, cada uno de nosotros, teclearemos (¿quién sabe?) quizá en la mano, quizá en el antebrazo, o quizá solo mediante el pensamiento, y obtendremos la respuesta sin esfuerzo. Pero sobretodo, cuando ese momento llegue, los profesores de Matemáticas dejaremos de tener que enseñar a nuestros alumnos a calcular, y ganaremos un enorme tiempo, que podremos emplear en enseñarles a pensar.

Pero como esto, de momento, no es posible, llegamos a la decepcionante conclusión final. Por mera incapacidad tecnológica de nuestra civilización (aunque afortunadamente temporal), vamos a tener que seguir valorando el cálculo mental como algo útil, a pesar de que sepamos de antemano que tiene los días contados.