Dudar. Ah,
dudar. Dejarse llevar por los vientos ligeros del pensamiento y
oscilar entre una idea, la contraria, o cualquiera de sus
infinitamente matizables alternativas. Emplearse a fondo, con la
mejor de las capacidades argumentativas que uno tenga, en sopesar la
más amplia variedad posible de opciones. Usar para ello un criterio
claro y determinado o, por qué no, diferentes criterios a la vez, o
bien por orden, o bien aleatoriamente, o sinó en una hermosa mezcla
de contradicciones que nos dirija a esas oscuras estancias en las que
reina tanto la confusión, como la más viva de las actividades
humanas. Dudar, la más hermosa expresión del pensamiento. Valorar,
a ser posible mientras nos mordisqueamos una uña, jugueteamos
obsesivos con una ondulación de nuestro cabello, o miramos
perdidamente al infinito, qué posibilidades habría en combinar este
concepto con este otro, en tomar este camino o este otro, o en qué
momento hacer aquello, o aquello otro. Dudar. Gozar en la ebullición
mental. Abrir un debate interno y ser deliberadamente incapaz de
cerrarlo por el mero deleite de discutir con uno mismo y así, si hay
suerte, poder regresar al punto de partida sin haber efectuado ningún
progreso, con todo el camino aún por volver a recorrer, y hacerlo
cuántas veces se quiera y de la manera que se quiera, como en un
bucle infinito y voluntario. Dudar, también el más adictivo de los
instantes del pensamiento, pues, ¿acaso no queda uno extrañamente
desorientado cuando por algún desafortunado fenómeno, la duda
queda, por así decirlo, resuelta? El cerebro, cuando eso sucede,
vive primero una fantasía de liberación, la mentira momentánea de
que está en paz y ha obtenido algo parecido a una victoria. Pero no
hay que tener demasiada experiencia para saber que, así como un
perro busca comida insaciablemente, nuestra mente tardará
asombrosamente poco en garantizarse el sustento que lo mantiene vivo,
y encontrará una nueva duda, fresca y deliciosa, para volver a tocar
el cielo con los dedos, ahí arriba, en la más pura de sus
frecuencias. No se debe dejar nunca de dudar. Dejar de dudar, o eso
que llaman tener las cosas claras, es matar al cerebro, cerrarle
puertas, ponerle barreras en su camino y cortarle las alas de su
música eterna. Dudar. Ah, dudar. Sin duda es hermoso, dudar.