Quizá sea un poco cierto
que entre todos podríamos haberlo prevenido. Al fin y al cabo la
capacidad de sentir compasión que Eva tenía era un rasgo muy
visible y nunca dio muestras de quererla esconder, ni nada parecido.
Más bien al contrario, y a todos a los que nos gustaba su manera de
ser nos parecía que era una prueba más de su calidad humana. A mí
incluso me divertía recordarle de vez en cuando su afición por la
expresión “¡cucha qué lástima!”, con aquel tono con el
que lo decía, mezcla de ternura y desaprobación.
Pero no, no nos dimos
cuenta del proceso y nos encontramos, por decirlo de algún modo,
directamente, con el resultado final. Ella hacía meses que iba a la
protectora de animales que hay en la carretera de Reus a Cambrils a
pasear a los perros que viven allí, a la espera de que alguien los
acoja en sus casas. Había apadrinado a los tres que vivían en una
de las muchísimas casetas: el Rex, el Trastu y el Bichu. Perros que,
a pesar de ser encantadores, muy seguramente fueron el orígen del
desvarío.
Sin embargo, para ser
estrictos, hasta ahí todo funcionaba con normalidad. Cuando la pude
acompañar en sus ratos a la protectora, lo único que vi fue a una
Eva enamorada de sus perros, verdaderamente feliz por poderles dar
ese paseo que a veces solo se repetiría al cabo de una semana,
encantada con la felicidad que desprendían cuando corrían, por una
vez, aunque solo fuera un rato, totalmente libres.
Los perros la fueron
viendo progresivamente como su verdadera dueña y ella, cuando tenía
que marcharse, se entristecía mucho por dejarlos en aquella especie
de celda donde pasaban las horas entre orín y heces, allí
encerrados, pobrecitos, cucha qué lástima.
Pero en algún momento
debió de suceder que las actitudes que Eva, en un principio,
destinaba solo a la compasión por los animales abandonados,
empezaron a generalizarse aunque, como decía, a tal velocidad que
apenas pudimos darnos cuenta.
El día que ladeó el
cuello ante una hilera de hormigas que ascendía con trabajos la
pared de la cocina, arrastrando (en un asombroso trabajo en equipo)
una miga de pan, y las miró con la misma carita de lástima con la
que miraba a sus tres perritos apadrinados, fue el primer momento en
que sospeché cierta anomalía. Cucha qué lástima, las
hormiguitas, dijo.
Pero eso fue solo el
principio. Llegó a tal punto su obsesión por la compasión, que una
mañana me reveló que había soñado con sacar a pasear a conejitos,
a un oso (y relataba con verdadera pasión el uso de la correa
adecuada), incluso a una leona, finalmente también a un puma. Ese
hubiera sido el momento adecuado para hacer sonar las alarmas, para
tener una conversación con ella, no sé, para actuar. Pero sí, lo
reconozco, estuve lento de reflejos, seguramente demasiado enamorado
como para análisis clínicos.
Aunque si hubiera que
ponerle un nombre, yo le pondría trastorno de paseo de cosicas.
Desconozco si hay literatura sobre algo parecido en el mundo de la
Psicología, aunque confieso que me es indiferente. Yo solo puedo
asegurar sin temor a equivocarme que existe una persona (y esa
persona es Eva) que cumple a la perfección el perfil que esta
distorsión define. Una distorsión que consiste en una profusión
indiscriminada de la expresión “¡cucha qué lástima!”,
seguida de un régimen de paseos semanales (como el de los perros de
la protectora), pero que, y ahí radica el drama, se ve aplicado, ya
no solo a animales, sinó también a objetos.
Así es. Ayer mismo acompañé a
Eva a sacar a pasear al calentador que llevamos a la chatarrería la
semana pasada. Ella no es consciente, ella no lo razona. Ella se
limita a ladear el cuello, a decir “¡cucha qué lástima!”,
y a sacarlo a pasear semanalmente, con una correa como si fuera un
perro, y con una sonrisa de oreja a oreja por hacer lo que ella
considera una buena obra.
Y sí, quizá la escena
resulte dramática: una mujer hermosa paseando con evidentes
dificultades a un calentador roto en un polígono en las afueras de
Tarragona. Pero, a pesar de todo, algo ha cambiado en mí durante
todo el proceso desde que empezó todo, en la protectora, hasta hoy.
Soy consciente de que el solo hecho de llamarlo trastorno, de
considerar que Eva no es normal, o de definir su pasión como un
delirio, es un gravísimo error. Y esta vez ni siquiera la literatura
me podría escudar. ¿Porque quién soy yo para juzgarla? ¿Qué
estúpida arrogancia me daría permiso para decir si su
comportamiento es normal, o no lo es? Y más aún, ¿qué derecho
tengo yo a tratar de influenciarla para que deje de sacar a pasear a
lavadoras pendientes de reciclar, a ruedas de coche abandonadas, o a
latas de refresco tiradas junto a papeleras rotas, si es eso lo que
la hace feliz?
La respuesta es obvia. No
tengo ningún derecho a interponerme entre ella y lo que la hace
feliz, y mi única opción es seguir respetando sus particularidades,
sean cuales sean, mientras (como es el caso) no le hagan daño a
nadie. Al fin y al cabo, en cierta manera, yo también soy un poco
perro, de alguna manera también un poco objeto, y antes de conocerla
a ella también andaba un poco abandonado. Pero sobretodo, a mí
también me saca a pasear, y me hace feliz, cada vez que lo hace.