Vince

-De acuerdo, Vince -solíamos decirle, creyendo que se llamaba Vince.
Y solo entonces, Vince (o como fuera que se llamase), se tranquilizaba. Era uno de esos tipos a los que hay que darles la razón, o la empiezan a liar hasta que lo consiguen.
-De acuerdo, Vince, tú ganas, tienes razón, es así como tú dices, venga, tranquilo. -Y solo así se conseguía que no rompiera los vasos de la mesa, soltase un puñetazo a cualquier mandíbula a su alcance, o diese una patada a lo primero que encontrara por delante.

Cuando finalmente se le daba la razón, murmuraba una aceptación muy leve, poco convencida, una especie de gruñido infantil, pero suficiente para lograr la paz que todos deseábamos desde el momento en que se empezara a exaltar, cosa que, tristemente, ocurría a menudo.

Yo, al final, opté por dejar de hablarle. Triste decisión, porque representaba mi definitiva desconexión, tanto con él, como con sus ideas, algunas de ellas bastante válidas. Pero era insoportable andar midiendo qué cosas podía decírsele y cuáles no, o tenerse que morder la lengua las veces en que uno estaba radicalmente en desacuerdo con lo que decía.

Pero es calma, supongo, lo que todos buscamos, así que por mera supervivencia de esa tranquilidad social fue por la que dejé de llamar a Vince (o como fuera que se llamase), dejé de asistir a reuniones en que él estuviera demasiado presente y, en caso de coincidir con él, me mantenía en la más fría de las indiferencias.

Hasta que, un día, en la sobremesa de una comida, me miró fijamente a los ojos y me dijo:
-Oye. ¿Y tú qué problema tienes? ¿Por qué no me diriges la palabra?