Nostalgias de un empollón

Se estaba tan bien en los apuntes de Álgebra. Por la mañana ibas a la facultad y, si conseguías que nadie te liase para hacer campana, entrabas en aquellas aulas antiguas, te sentabas en aquellos pupitres que te hacían sentir como Euler, Fermat o Cauchy, y copiabas todo lo que el profesor escribiera en la pizarra. Había clases de teoría y de problemas. Las de problemas eran otro mundo, allí solo se resolvían casos particulares, más banales y aplicados. Era la teoría lo que a mí me gustaba, la quinta esencia de la asignatura, la fuente de quien todos bebían, de alguna manera, la verdad absoluta. Me acuerdo de ir a la biblioteca por la tarde, pasar a limpio los apuntes de ese mismo día, y quedarme mirando la última de las anotaciones, sin nada más que hacer que preguntarme qué explicarían al día siguiente. Aquello eran dosis de felicidad pura. Había repasado todos los apuntes, comprendía todo lo que allí había y me encontraba, cara a cara, con una disección casi material de la curiosidad. ¿Qué explicarían al día siguiente? Eran dos, tres minutos en los que mi mente permanecía en un estado flotante, una paz sostenida en el placer último de formularse preguntas. Aquel microéxtasis concluía siempre con el gesto satisfecho de guardar los apuntes, meter la carpeta en la mochila y salir de la biblioteca con el paso firme. Ah, cómo afrontaba entonces todo lo que el mundo tuviera que ofrecerme. Álgebra I, Álgebra II, Análisis I, II, III, IV, Geometría proyectiva, Cálculo Numérico, Topología Algebraica. Al día siguiente, aproximadamente nada de lo que hubiera propuesto en mis cavilaciones aparecía en la nueva pizarra del profesor, pero eso no importaba en absoluto. Esa misma tarde volvería a la biblioteca, añadiría a mis apuntes en limpio los de la última clase, y volvería a preguntarme qué explicarían al día siguiente. Si tuviera que elegir el mejor recuerdo de mi paso por la universidad sin duda eligiría esos instantes. Ah, qué bien se estaba en aquellos apuntes, en aquel universo donde no había ni dudas, ni interpretaciones, ni discusiones necias como las que ahora abundan. No había ni un gramo de subjetividad y se tenía la certeza de que, siempre, en algún momento, a alguien podía decírsele sin que hubiera réplica posible, fíjate bien, esto es así, no habías tenido esto en cuenta, hasta que el otro tarde o temprano respondía ya lo veo, ya lo entiendo, y se acababa la polémica. Ese algo superior a todos nosotros había vencido, como siempre, y nadie osaba cuestionarle nada. El lenguaje desembocaba únicamente en cierto o en falso, no como ahora, en que nadie tiene la última palabra, ni hay nada por encima de nosotros a lo que atenernos. Quizá por eso la nostalgia. Ahora todo aquello ya no sirve para nada. Ahora si pasa esto pasa aquello, pero si no pasa esto otro no tiene por qué pasar aquello otro, ni tampoco nada de lo anterior es cierto, porque siempre existe alguna variable nueva que lo puede enviar todo al traste. Si uno quiere encontrar las reglas que nos sustenten se va a dar de narices una y otra vez contra la más frustrante inexistencia de nada que se le parezca a un modelo matemático. Las personas resultamos ser de una decepcionante ausencia de estructura y todo se mueve en una nube donde todos juegan pero ya nadie sabe ni a qué, ni por supuesto cómo. Sí, hay ciertas reglas básicas que nos hacen sentir cómodos en una apariencia de sabiduría y de aprendizaje. Uno se pasa la vida debatiendo sobre ellas con amigos, parejas y familia. Hay incluso literatura, filosofía, psicología. Pero aquel ideal de sistema lógico completo ha quedado relegado a cuatro contextos abstractos y elitistas donde nadie vive, ni a nadie le importan. Por mucho que digan el mundo no es matemático. Ya no queda nada de aquella perfección donde la estética consistía en exprimir nuevas verdades, o a lo sumo encontrarles demostraciones más bellas. Ahora no. Ahora las cosas se mueven en universos múltiples, difusos, inabarcables y contradictorios, y la carrera por englobarlo todo en un solo marco teórico, cada vez tiene más aspecto de terminar en fracaso. Pero en fin, tampoco importa demasiado. Me conformo con evocar de vez en cuando aquel recuerdo. Aquellos apuntes, qué bien se estaba en aquellos apuntes.