Es verdad,
Eva, que fuiste un indio. Y te diré más: de todos los que habitaron
Mesoamérica, tú fuiste el que mató al segundo Moctezuma. No por
violenta, ni por elegida, más bien por oportuna. Andaba el emperador
tan crecidito en sus privilegios, tan intocable en su pedestal. Lo
tenía todo, se le satisfacían todos sus caprichos, pero hacía
tiempo que los sacerdotes, ciegos de realidad, ya no iluminaban al
pueblo con la palabra del Dios, y le llegaba el turno, como les había
llegado a todos antes, de pagar con su propia sangre el exceso de
yugo. Para qué tantas guerras, tanto sacrificar enemigos, si incluso
la gloria de las batallas se la llevaban los sacerdotes, pues había
sido el Dios quien las vencía. Tú galopabas el altiplano, príncipe
humilde y sin jerarquías de toda tu raza, tu madre campesina, tu
padre guerrero. De olmecas a toltecas y de mayas a aztecas, la tierra
siempre fue tuya, de los tuyos. Y si te aliaste con los
conquistadores, fue para hacer justicia: que el hambre no entiende de
impuestos, de pirámides, ni de templos carísimos construidos con el
sudor de los tuyos, a cambio de nada. Cuando el Sol se ponía dizque
luchaba en la noche contra horribles peligros, pero tú heredabas
otro enemigo, toda una casta, siempre la misma, la que aún sigue
viva. Y serías tú quien clavase el puñal violento, el puñal
decisivo, el puñal oportuno en el pecho del tirano, una escena
rápida que a veces olvidas. ¿Pues no iba a ser su sagrado amuleto
la gran arma que de todo le salvaría? Indígenas, prehistóricos,
pero no estúpidos. Y si el tiempo es siempre injusto, si la maldad
insiste en reproducirse, eso a ti ya no te importa. Los
conquistadores te traicionarían con el mismo descaro con el que
engañaban a la corona española, pero eso a ti ya no te preocuparía.
Que cristianizasen si querían. El resto de tu vida después de aquel
puñal que clavaste ya sería irrelevante, una simple espera, un
tránsito hasta tu siguiente vida, muy probablemente la que estás
viviendo ahora.