Cabinas literarias

En la mesa de al lado de la mía hay un hombre tomándose un cortado. Es la terraza de una cafetería, en una esquina de una calle bastante transitada, en el centro de Tarragona. Yo tomo un café solo descafeinado (me dan miedo las previsibles taquicardias de mis excesos de café). Estoy, como siempre últimamente, leyendo a Cortázar. El camarero enseguida me resulta familiar. Después me doy cuenta de que íbamos juntos al colegio, pero me parece que él iba a la clase de al lado, o era de un año anterior. El recuerdo es vago y ninguno de los dos quiere hacer el esfuerzo. A la mesa del tipo del cortado llega una mujer con unas gafas de sol muy grandes y un tatuaje con una fecha en la muñeca. Debe de ser la fecha de nacimiento de su hija, o de su hijo, o alguna otra efeméride más original. ¿Dónde se conocerían, el hombre y la mujer? Hablan sobre un amigo común, un tema de conversación que un día creí exclusivo de los pueblos pequeños. Pero en las ciudades también se hace, no descubro nada. Me cuesta concentrarme en Queremos tanto a Glenda, o en Graffiti, pero no tanto por el ruido de la calle y las conversaciones de las mesas vecinas, sinó por la habitual necesidad inmediata de escribir cuando leo cosas que me gustan mucho. Además, la ciudad tiene tantas historias, todas ahí, al alcance de un golpe de imaginación que acompañe a una sola mirada, intersectando todas entre ellas con tanta frecuencia, que a veces resulta hipnótico quedarse pensando en ellas, al caminar, o sentarse en un banco. Sí, lo que me está pasando es otra vez ese capricho urgentísimo, quisiera poder escribir ahora mismo, pero no cuatro notas en una servilleta, unos versos en una libretita, o sucedáneos similares. No. Yo quisiera tener mi ordenador, el de casa, y poder escribir a modo de torrente, dejando fluir esas historias que me inventaría, seguramente parándolas en el momento justo para sugerir lo suficiente, igual que me gusta que me pase a mí cuando las leo, o me las cuentan. Pero no es posible, no llevo el netbook encima, y entonces me quejo con amargura en Facebook (como si así, publicándolo en algún medio, pudiera sentir algo parecido a que alguien me está escuchando), y le ruego a la comunidad que alguien invente puestos de escritura callejeros, algo como las cabinas telefónicas de antes pero con ordenadorcitos con teclados de tactos finos (la finura del teclado es primordial). Así se podría escribir cuando a uno le plazca, y no habría que andar buscando la biblioteca adecuada, la mesa de bar con buen acceso a un enchufe, o si es en casa, la hora del día correcta, o la dosis de paz y concentración necesarias. No sé, no lo veo tan descabellado. Así como antes había cabinas para llamar por teléfono, ahora se podrían poner cabinas con ordenadores portátiles para usar internet. Ya sé que el handset que lo tiene que sustituir todo es el teléfono móvil, pero un regreso parcial al pasado con ordenadores pequeños, no pienso que fuera tan negativo. Se podrían poner impresoras de bajo coste: esa funcionalidad seguro que tardará un tiempo en tenerla el teléfono móvil, y atraería al público. ¿Quién no ha necesitado imprimir urgentemente un documento? Creo que le sería útil a la gente. Y entonces adictos al teclado como yo podríamos entrar en esas cabinas para gozar del íntimo placer de escribir, por ejemplo, después de pagar este café solo, y seguir conjeturando dónde se conocerían el hombre y la mujer de la mesa de al lado, o dónde llevaría su historia en común. Aunque seguro que la mayoría de veces (como esta) lo haríamos sin ningun tipo de intención ni significado, solo por tener la oportunidad de acariciar las teclas (de tacto fino), de tratar de colocar con acierto palabras y frases y signos de puntuación, y después releernos y corregirnos y afinarnos, regocijándonos en el proceso del perfeccionamiento, justo como si nos apasionara entrenar y entrenar un deporte que amamos, para preparar un partido que, por otra parte, quizás nunca se dispute.