No sucede
nada cuando nos abrazamos. Tumbados en la cama, sin más necesidad
que permanecer unidos, no percibimos que suceda nada. Casi no existe
el movimiento: acaso una rodilla que se acomoda entre unos muslos,
tal vez un pie que despierta y ronronea. Y si unas manos tuercen por
la espalda, o se posan sobre una cadera, es solo inercia, contacto,
temperatura a medias. Es un calor que después de fuego, convertido
en brasas, medita. En él escuchamos nuestros aromas, los largos
susurros que compartimos, como latidos, como suspiros. Y nuestros
labios, que recorren ángulos, que descubren sombras, son suficientes
para que todo exista, para que todo tenga el sentido que tiene.
Porque no sucede nada y está bien que así sea. El amor, en su
estado más puro, es este manto inmóvil que nos mece, ingrávido y
silencioso. Y si aún besándonos sentimos algo, es que por alguno de
nuestros límites, nos fundimos.