La tarde pesaba como si
el cielo cayese, directamente, sobre mi espalda. El cielo estaba
tapado y era de un gris difuminado, y el viento soplaba en remolinos
que estaban en perfecta armonía con la confusión en la que me
encontraba. Era martes, empezaba la semana santa, y la discreta zona
de playa dónde me había recluído los meses de invierno, pronto se
convertiría en un hervidero de niños, familias, bicicletas, perros
y olor a patatas bravas y chipirones fritos en las terrazas.
Sin embargo, en el
ambiente aún reinaba una cierta calma. La potencia de los estados
anímicos para distorsionar la realidad es increíble: la inacción
en la que me encontraba lo filtraba todo, y como yo estaba en ese
estado de bloqueo casi físico, veía el mundo de la misma manera, y
me parecía que las personas no se movían, incluso que los coches no
avanzaban. El viento aún soplaba en remolinos fuertes, pero algo muy
profundo, muy por debajo de todo, se mantenía impasible a lo que
había en el exterior.
¿Por qué me sentía
así, si en las útimas semanas todo habían sido aprendizajes
positivos, lecciones humanas que, además, ya empezaban a dar
resultado en forma de mejoras en mi calidad de vida, y mi relación
con los demás? Debía de ser algo más allá de toda la enorme capa
de racionalidad y pensamiento que siempre me había precedido. Tenía
que tratarse de sentimientos, de aquello que sentía. Una detección
sencilla habitualmente, algo más difícil en mi caso.
Salí a pasear, con la
esperanza de conseguir no pensar en nada. La luz del día me
molestaba, y como no tenía gafas de sol, empezaron a dolerme los
ojos. Tampoco me tranquilizaban los pocos transeúntes que ocupaban
el paseo marítimo. Hasta pocas semanas atrás, muy poca gente lo
frecuentaba. A veces incluso yo era la única persona paseando por la
playa y, de alguna manera, había adquirido una sensación de
posesión de aquel rincón de costa que tanto me gustaba. Pero esa
exclusividad ya estaba a punto de acabarse, y la insinuación de todo
el turismo que se avecinaba me produjo una incomodidad que sentí en
el estómago.
Tardé muy poco en volver
a casa. Era obvio, no podía escapar de mí mismo. Me senté a
escribir, y después de ser incapaz de encadenar dos frases seguidas,
me di cuenta. Escapar de mí mismo, eso andaba buscando. No había
nada de malo en tratar de evadirse de vez en cuando, eso estaba
claro. El problema era que había algo profundamente incorrecto y
doloroso, en esa idea de escapar de mí mismo.
La propia incapacidad
para hacerlo (que ya era en sí preocupante, pues significaba que mis
esfuerzos por poner atención en los demás eran infructuosos, y el
foco volvía irremediablemente hacia mí mismo) no era peor que la
propia necesidad de hacerlo, ya que (y esa era una verdad que,
pronunciada, resonaba con fuerza en mi interior) eso significaba que
estaba cansado, seguramente aburrido de mí mismo.
Era el mal del
narcisista, tampoco descubría nada. Eso era. Yo era un jodido
narcisista. Pero escucharlo, decirlo en voz alta, aunque resultase
incómodo, me reconfortaba de una manera nueva. Ponerle nombre
significaba saber qué me pasaba, y significaba también saber lo que
tenía que hacer. De lo único que se trataba ahora era de luchar
contra la inercia aprehendida después de tantos años de obrar de la
misma manera. Y mirar a los demás, y dejar de mirarme exclusivamente
a mí mismo.
Cerré el ordenador, y
volví a salir a la calle. ¿Para qué escribir? ¡Había todo un
mundo ahí fuera! La playa, el paseo, los turistas, las terrazas.
Seguramente todo el escenario seguía igual a cómo lo había dejado,
solo hacía unos minutos. Pero había algo en mí que sí había
cambiado. Las nubes se habían disipado, ya no soplaba el viento, y
había salido el sol. Su luz brillaba con fuerza sobre la superficie
del mar. La intensidad del reflejo era máxima, casi como en pleno
verano. A pesar de lo cual, no me dolían los ojos.