Yo creo que todos en
algún momento pensamos que Vince era una especie de mesías que nos
haría descubrir -yo que sé- el secreto de la felicidad, o algo así.
Yo en aquella época me desternillaba de risa con las sentencias más
radicales de “Del inconveniente de haber nacido”, así que
todo el abanico de argumentos de Vince, a las antípodas de los
aforirmos de Cioran, me resultaron divertidos, por el contraste. El
blanco en el negro y el negro en el blanco, el ying y el yang, y
conceptos así.
¿Quién lo debió de
invitar? No sé, el caso es que apareció en la fiesta y sin que
nadie se diera cuenta cogió el micrófono, apagó la música, y se
puso a hablar. ¿Qué hace?, pensábamos. Pero sabía lo que se
hacía, y en pocos minutos ya nos tenía a todos en el bolsillo.
Hay que tener en cuenta
que en aquella época no se hablaba ni de risoterapia ni, en
realidad, de ninguna de las terapias que ahora llaman alternativas.
Pero es que Vince parecía un
predicador de la risa. Era como si estuviera grabando un anuncio para
la teletienda en que se vende la risa, el reírse. Los
ejemplos que ponía (de las cosas de las que también hay que reírse)
no los había puesto nadie antes, ni siquiera los humoristas más
vanguardistas.
-¡Reír, amigos, hay que
reír! -gritaba, de vez en cuando, yo creo que para darle fogonazos
de frescor a su show.
Pero
entonces terminó el discurso y, mientras todos aplaudían y corrían
a rodearle y hablaban animados sobre lo que nos acababa de explicar,
un poco de la fascinación que Vince me había producido se rompió.
No creo que mis dudas sean tan infundadas, en realidad. Simplemente,
me fijé en que, durante todo su discurso, desde que cogió el
micrófono, hasta que volvió a dejarlo dónde estaba, no hubo ni una
sola vez en la que Vince sonriera.