El rasgo más importante de los
habitantes de nuestro país es que, una amplísima mayoría de ellos,
tiene unas enormes ganas de vivir experiencias, de divertirse y de
disfrutar de la vida como les parece que es bueno disfrutarla.
Cumplir esas expectativas representa, en el mayor de los casos, el
motor de su motivación. Ese es el contenido de sus ilusiones, y
perseguir esos sueños, constituye su modo de vida.
Y no es extraño que así sea. Todos
los que tienen algún recuerdo de la sensación de felicidad andan,
de una manera u otra, buscando repetirla. Es la respuesta aceptable
más práctica a la pregunta del porqué de la existencia, sobretodo
si no existe el hábito de preguntársela a menudo, o no se ha
meditado más de lo que se suele hacer durante la colección de
crisis emocionales por las que se pasa a lo largo de una vida.
En las leyes de nuestro país
estableceremos, por lo tanto, que ése (en resumen: dedicarse a ser
felices) será el sentido de la existencia de nuestros habitantes.
Con respecto al habitualmente minoritario grupo de personas que
defiendan alternativas diferentes, aunque coherentes, las autoridades
serán respetuosas con las doctrinas que profesen, mientras que éstas
no alteren las libertades, el orden ni el cumplimiento de los
objetivos del resto de los habitantes.
Sin embargo, si en cualquiera de los
interrogatorios reglamentarios que se producirán periódicamente hay
algún habitante que, al ser preguntado sobre el sentido de la
existencia, responda, mediante el uso de los canales habituales de
comunicación oral o escrita, cualquier tipo de expresión
susceptible de ser equivalente a “yo es que me conformo con ir
tirando”, entonces las autoridades procederán a la expulsión
inmediata de ese habitante de nuestro país, y le negarán el derecho
a la residencia para el resto de sus días, o por lo menos, hasta que
encuentre un motivo de mayor peso.