Verás, Eva,
necesito tu consejo: me encuentro en apuros. Déjame que te ponga en
contexto. Todo empezó como un juego, como un inocente
entretenimiento para sazonar mi viaje. Eran ya muchos los hostales en
que me iba hospedando, muchos los viajeros con quien me iba cruzando.
Como bien sabrás, una manera sencilla, gratuita y casi siempre
efectiva de iniciar las conversaciones es recurrir a los clásicos:
de dónde eres, cuánto dura tu viaje, te gusta este sitio, has
estado en tal otro, a dónde te diriges después. Como te decía
antes, tal vez por aburrimiento, o por la inocente intención de
agregarle diversión al asunto, decidí en un momento dado tratar de
hacer más interesantes unas conversaciones que, sobretodo por mi
parte, me resultaban repetitivas. Así que inventé (a no ser que no
sea el pionero, en cuyo caso pido perdón por asignarme la exclusiva)
el siguiente juego. Consiste en recabar toda la información posible
del primer viajero que encuentro, para usar esos datos como míos en
mi próxima conversación con el siguiente y así, sucesivamente.
Puedes fácilmente imaginarte las complicaciones que el juego
entraña. Aún así decidí seguir jugando pues, el objetivo inicial
de eliminar el tedio fue ampliamente superado. Andaba pues
entretenidísimo en iniciar (y mantener) charlas con todo local o
turista que me encontrase, sorteando las dificultades que el juego me
proporcionaba: fingir acento francés; tratar de recordar si mi madre
era canadiense o era en realidad yo, quien lo era; mentir
estrepitosamente sobre mi origen coreano; pasar un ridículo
espantoso afirmando que mi nombre era Lupita; generar rostros de
sorpresa comunicando mi edad; suspender gravemente en pretender ser
local... entre tantas.
Pero
entonces sucedió algo que, aunque no hubiera predicho jamás que
sucediera, ¿no era en realidad esperable, siendo como es este
universo nuestro, tan dado al humor, al aleccionamiento de humildad,
a la consecución de los ciclos? En cualquier caso, sucedió. Anoche,
en la plaza central de Campeche, aquí, en el estado del Yucatán, se
sentó en un banco, a mi lado, un señor de anciana edad. En esa
ocasión decidí no esperar a que me lo preguntara y, directamente,
le solté mi recientemente aprendido discurso. Le conté que me
llamaba Bart, que era de Polonia, que viajaba con mi novia (que no
estaba ahí conmigo pero yo actuaba como si lo estuviera, un pequeño
aporte de teatro que me pareció interesante), y que estábamos en un
gap year de nuestros trabajos
en Varsovia. Todavía trato de analizar qué había en la mirada que
el anciano me dirigió mientras explicaba, como quien lee
maquinalmente un panfleto de comida para llevar, de dónde soy,
cuánto dura mi viaje, si me gusta este sitio, a dónde me dirijo
después. Y después todavía añadió más datos: el objetivo de mi
viaje, mi profesión, mi vida al otro lado del charco, incluso me
habló de ti. El hombre terminó con su discurso, o más bien tendría
que decir, mi
discurso, el que hacía tantos días que había dejado de pronunciar,
es decir, el verdadero, y tal y como terminó, sin dejarme tiempo a
reaccionar, se levantó, y se marchó. Ahí me lo dejó: mi propia
medicina. Si al menos el tipo hubiera tenido un físico o unas, ¿cómo
llamarlas?, características similares a las mías, aún podría
haberlo atribuido a ese caprichoso azar que todos intuimos que
existe, ¿pero ese anciano? No me lo podía creer.
Y
bien, este es el punto en el que me encuentro. Me enfrento a un nuevo
dilema que, como te decía, era difícil de adivinar. Pero el caso
es, ¿qué hago?, ¿abandono el juego, o empiezo lo que podríamos
llamar, una segunda vuelta? La segunda opción es tentadora porque me
permitiría, suponiendo que hubiera un segundo y un tercer y un
cuarto ciclo, anotar el tipo de persona que cerraría cada ciclo,
seguramente un registro interesante. Pero por otra parte, ¿no ha
sido una especie de lotería, dar con el anciano? ¿No hay algún
mensaje oculto detrás de esta, si es que puede llamársela así,
coincidencia? Además de que, técnicamente, el juego ha terminado,
con lo que, de alguna manera, volverlo a jugar, sería otra vez caer
en la repetición: el instigador de toda esta historia.
En
fin, ahora ya sabes cuál es mi problema. Así es que te pido, como
es mi costumbre en temas que traspasan mi racionalidad, y si es que
alcanzas a ver alguna luz en este asunto, un poco de consejo sobre
qué hacer. Y te agradezco de antemano una respuesta que, no te
escondo, espero con impaciencia.