Confesión zapoteca

Oh, sí, si hace falta decirlo lo voy a decir, no tengo reparo en confesarlo. Yo también maté a un líder. A un supuesto líder, porque no era más que un pícaro disfrazado, un oportunista, aunque vosotros lo siguiérais con tanta reverencia. Podría haberme costado la muerte pero, ¿quién soportaba aquel insulto? Tal vez vosotros sí, por supuesto ellas no. Ni yo tampoco: no desde que hablo en las noches con mi nahual, y os aseguro que he visto en sus ojos el mismo búho que fueron mi padre, su padre y todos sus padres. ¿Por quién nos tomaba ese español, señorito de Castilla venido a más solo porque sus reyes estaban demasiado lejos? Un emisario de la bajeza que llegó a nuestras tierras para colonizar, para cristianizar, para tratar de convencernos de cosas que nadie necesitaba. Se aprovechó, maldito bastardo afortunado, de las habladurías que de tanto repetidas eran leyendas por todas las valles del Monte Albán, historias sin códice pero bien amplificadas por el abuso, que contaban cómo los mismísimos aztecas habían caído contra aquellos superhombres. Nosotros, tan acostumbrados ya a la pleitesía a los más grandes, a los más fuertes, que ya sabíamos a qué atenernos cuando a los iluminados les da por la grandeza, pobres de nosotros: ¿qué íbamos a hacer? Cuánto miedo le teníamos a los españoles. Todo el mundo se preguntaba cómo tenían que ser aquellos nuevos hombres que a todos vencían, que construían templos con adornos brilantes como el mismo sol, que traían palabras que, al parecer, despertaban al Mundo. Solo después supimos que todo era falso, pero daba igual, llegaban con su fuerza y sus maneras de guerra, y muchos de los nuestros os forzásteis a creerles, hipócritas aprovechados. Algunos de vosotros, los que caísteis primero, lo hicisteis por pura trampa de lo desconocido, porque así pican los anzuelos los ávidos de cambio, que siempre los hay, incluso en la plena felicidad de los pueblos. Y ahí que llegó el hombre cerdo y enseguida instauró su pequeña red de superioridades, su jerarquía de adoraciones, su desvergonzado concepto de profeta en la tierra. Todos los leales lo seguíais como si fuera un yibadeo descendido a los mortales: la divinidad que tocaba satisfacer. Rituales cristianos, les llamaba, el muy puerco, y entonces ordenaba a todas las mujeres del pueblo a desfilar. ¿Es que nunca sosprechásteis nada? Se paseaba entre ellas, elegía una, la semana siguiente otra, sin repetir nunca. Miserables, qué poco os importaba lo que les hiciera a vuestras mujeres. ¿Pues no las ponía de rodillas y fingía rituales exóticos, cuando todo hombre sabe que lo que ahí sucedía era puro placer para el maldito, mientras qué sé yo que inventaba sobre su sangre blanca, sobre su última esencia, sobre el nuevo bautizo de su podrida santidad? Ya las mujeres corrieron la voz de qué es lo que allí les pasaba, muchos de los hombres también lo supimos. Y aún así ¿porqué se lo permitíais? A vosotros, a pesar de todo todavía hermanos de mi tierra que por necios caísteis en su círculo, que callásteis también por miedo, no voy a haceros nada, no soy yo quien rendirá cuentas con vuestra bajeza. Pero a él sí. No tengo reparo en confesarlo: yo lo maté con mis propias manos, sin gloria ninguna, cuando dormía. Fue un crimen fácil, un puro trámite, un ajuste de cuentas, una deuda con las mujeres. Que después vuestras falsas lágrimas le llorasen ya no tenía sentido: corrió la noticia y al poco ya había otro señorito arreglando tributos, dictando ingeniería, volviendo a explicar la dichosa biblia. Supo de la suerte de su antecesor, y ya se guardó de no salirse de la ortodoxia. Vosotros, contentos, ya tenías otro señorito a quien satisfacer, pero a mí, a mí aún me quedan muchísimas almas que purgar, tantísimo dolor que reparar. Tanto que apenas creo que llegue a dormir una sola noche en paz.