Videochat

De lunes a viernes eran frases, literatura imprecisa, más bien un recordatorio que una presencia. Nos explicábamos nuestros días en aquella prosa breve, a base de diálogos en fascículos, siempre atentos a si la wifi de turno, con aquella sensación de que siempre quedaba algo pendiente.

Era, sin embargo, lo más parecido a una cotidianeidad, como si reprodujéramos en formato digital la realidad que viviríamos si no estuviéramos tan lejos. Tú sabes las fases a las que me refiero. La ilusión, el juego, la urgencia, el deseo, el mismo sexo.

Pero a veces también la incerteza. Nunca se está del todo a salvo de sus variaciones, y nosotros tuvimos también tormentas fugaces que nos dolían durante unas horas, cuando la brevedad de las conexiones era una pésima flecha que no nos dejaba respirar, cada uno en su calma.

Y sin embargo debían estar ahí, para formar el cuadro completo. Porque eran tambien el preludio de los aprendizajes. Eran el espacio para las actitudes sanadoras, la cancha conjunta para el crecimiento. Y fíjate cómo muchas de ellas eran a costa de las horas de sueño, precisamente gracias a la diferencia horaria. Sueños que curan: ¡qué diria Lucía si le contáramos! Como cuando tú dormías y yo disertaba, o era al revés, y tú me iluminabas a la mañana siguiente, con lo que habías escrito durante la noche.

Pero eso era de lunes a viernes: la literatura imprecisa, más bien el recordatorio que la presencia. Porque entonces el sábado -y sinó el domingo- conectábamos cámara y micrófono, y pasábamos una, dos, tres horas conectados, tú sobre la cama de la habitación de la entrada, yo desde la recepción del hostal, y si había mucha suerte, desde la misma habitación.

Inyecciones de energía que nos duraban varios días, ¿recuerdas? Porque entonces saltábamos de arte, y de repente ya no éramos frases, ni tampoco literatura. Éramos actores de cine puestos a improvisar sobre un escenario de ausencias, que llenábamos con desparpajo.

Como cuando saturabas el micrófono acercándote a él hasta casi morderlo. Quizá no sepas lo que yo veía: tu boca muy sonriente inundaba el cuadro con amenazas atroces para cuándo nos viéramos, y entonces a mí se me ponía otra vez la sonrisa de idiota. O como el día en que visualizaste el próximo avance tecnológico de la ciencia: un aparato para las sensaciones del tacto, la piel con la piel, lo único que le faltaban a las videoconferencias, decías.

Era todo muy cercano a la presencia. Lo más parecido a una hipotética realidad. Y aunque a veces alguno de los dos tuviera la tentación de fijarse más en lo que nos faltaba que en lo que teníamos, las horas de después de aquellas conexiones eran casi iguales a cuando volvía a Cambrils, en verano, y te gravaba aquellos audios con canciones risueñas.

Sin embargo, durante el viaje, era Méjico o era Cuba o era Guatemala, y la única manera que tenía de perpetuar aquella resaca era, de nuevo, la literatura. Y entonces me sentaba en el rincón más poético que encontrase: algunas veces la simple intimidad de la habitación, otras la serenidad estricta de alguna biblioteca y, otras, me la jugaba apostando en la inestable lotería de entrar a aquel bar, o a aquel restaurante.

Pero había veces que tenía suerte, y entonces me encontraba en lugares como este: el cielo nublado exprimiéndose en efímeras tormentas cada pocos minutos, escasas barquitas surcando el lago planísimo frente a la isla de Flores, y yo justificando la ocupación de la mesa con café americano y tarta de queso, totalmente volcado hacia la ventana, y hacia todo lo que me haces sentir, escribiéndote esta carta.