Después de tanta
angustia, la persona se
dijo que por lo único que lucharía sería por la tranquilidad. Por
esa paz que había perdido entre necesidades creadas de la nada,
prisas impuestas y otros desórdenes menos habituales, de los que
seguía sin querer hablar, a pesar de mostrarse tan charladora como
siempre.
Pensaba que todo era una
cuestión de estímulos. Si miraba atrás (y qué sencillo resultaba
hacer eso ahora), le parecía que todo había sido una secuencia de
reacciones espontáneas a una secuencia de estímulos también
espontáneos. Nada de malo en ello, excepto que, a veces
(y qué sencillo era darse cuenta de eso ahora), todo
pesaba demasiado.
Tampoco mirar adelante
servía de mucho, y la persona confundía los miedos con las
fantasías, o con complejas deducciones sobre las líneas posibles de
acontecimientos. Meros paseos mentales por un futuro que, de todas
maneras, ni siquiera le urgía dibujar.
Así que, al final, como
siempre, se encontraba de nuevo con un principio. Un principio con
forma de reescritura, de disección inversa, de borrado parcial, o de
reinterpretación lenta. O quizá sin ninguna forma específica. No
lo sabía. La persona no lo sabía. Pero si alguna cosa había
aprendido es que, tampoco eso, en realidad, era verdaderamente
importante.